Edgar Allan Poe
Obras en español 212 http://www.scribd.com/doc/518271/La-mascara-de-la-muerte-roja
Los ventanales eran escarlata, de un intenso color de sangre. Ahora bien: no
veíase lámpara ni candelabro alguno en estos siete salones, entre los adornos de las
paredes o del techo artesonado. Ni lámparas ni velas; ninguna claridad de esta clase, en
aquella larga hilera de habitaciones. Pero en los corredores que la rodeaban, exactamente
enfrente de cada ventana, levantábase un enorme trípode con un brasero resplandeciente
que proyectaba su claridad a través de los cristales coloreados e iluminaba la sala de un
modo deslumbrante. Producíase así una infinidad de aspectos cambiantes y fantásticos.
Pero en el salón de poniente, en la cámara negra, la claridad del brasero, que se
reflejaba sobre las negras tapicerías a través de los cristales sangrientos, era
terriblemente siniestra y prestaba a las fisonomías de los imprudentes que penetraban en
ella un aspecto tan extraño, que muy pocos bailarines tenían valor para pisar su mágico
recinto.También en este salón erguíase, apoyado contra el muro de poniente, un
gigantesco reloj de ébano. Su péndulo movíase con un tictac sordo, pesado y monótono. Y
cuando el minutero completaba el circuito de la esfera e iba a sonar la hora, salía de los
pulmones de bronce de la máquina un sonido claro, estrepitoso, profundo y
extraordinariamente musical, pero de un timbre tan particular y potente que, de hora en
hora, los músicos de la orquesta veíanse obligados a interrumpir un instante sus acordes
para escuchar el sonido. Los valsistas veíanse forzados a cesar en sus evoluciones.
Una perturbación momentánea recorría toda aquella multitud, y mientras sonaban
las campanas notábase que los más vehementes palidecían y los más sensatos pasábanse las
manos por la frente, pareciendo sumirse en meditación o en un sueño febril. Pero una vez
desaparecía por completo el eco, una ligera hilaridad circulaba por toda la reunión. Los
músicos mirábanse entre sí y reíanse de sus nervios y de su locura, y jurábanse en voz baja
unos a otros que la próxima vez que sonaran las campanadas no sentirían la misma
impresión. Y luego, cuando después de la fuga de los sesenta minutos que comprenden los
tres mil seiscientos segundos de la hora desaparecida, cuando llegaba una nueva campanada del reloj fatal, se producía el mismo estremecimiento, el mismo escalofrío y el mismo sueño
febril.
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 212
Los otros saludaron con una inclinación de cabeza.
—Todavía tenernos que ir a buscar un médico y también las pistolas —dijo
Gnushke.
En el vestíbulo Anton Petrovich cogió a Mityushin del brazo y musitó:
—Sabes, es estúpido, pero verás, es que no sé disparar, quiero decir, que sé cómo
se hace, pero nunca he practicado...
—Hummm —dijo Mityushin—, qué mala suerte. Hoy es domingo, si no hubieras
podido tomar alguna que otra clase de armas. Realmente, lo tuyo es auténtica mala
suerte.
—El coronel Arkhangelski da clases privadas de tiro —sentenció Gnushke.
—Sí —dijo Mityushin—. Y tú te las das de inteligente, ¿no? Con todo, ¿qué vamos a
hacer, Anton Petrovich? Sabes ur cosa, a veces los principiantes tienen suerte.
Confía en Dios y limítate a apretar el gatillo.
Se fueron. Anochecía. Nadie se había ocupado de echar la persianas. Debía de
haber un poco de queso y de galletas en el aparador. Las habitaciones estaban
desiertas e inmóviles, como si los muebles hubieran estado vivos y llenos de
movimiento en otra vida y ahora hubieran muerto. Un feroz dentista de cartón
inclinado sobre un paciente de cartón muerto de pánico —ésta era una escena que
había visto no hacía mucho, en una noche azul, verde, de rubí, entreverada de
fuegos artificiales, en el Parque de Atracciones.
JAMES JOYCE
ULISES 212
Buda su dios echado sobre su costado en el museo. Lo sobrellevan con
calma con la mano bajo la mejilla. Pajuelas
perfumadas ardiendo. Nada de Ecce Homo.
Corona de espinas y cruz. Buena idea San
Patricio y el trébol. ¿Palillos para comer?
John Kennedy Toole
La conjura
de los necios 212
No le queremos aquí —dijo la portavoz, con acritud y sencillez.
—¡Es natural! —rezongó Ignatius—. Es evidente que temen a alguien con un cierto contacto con la realidad, que puede describirles verazmente los ultrajes que han hecho en esos lienzos.
—Vayase, por favor —ordenó la portavoz
—Lo haré, sí —Ignatius cogió el asa de su carro y se alejó con él—. Deberían estar todas ustedes de rodillas pidiendo perdón por lo que he visto aquí, en esa valla.
—No hay duda de que esta ciudad es cada día peor, con esto por las calles —dijo una mujer, mientras Ignatius se alejaba por el callejón.
Ignatius percibió sorprendido que le rebotaba una piedrecita en la nuca. Furioso, empujó el carro por las losas hasta casi el final de la calleja. Aparcó el carro allí en un pequeño pasaje, de modo que quedase oculto. Le dolían los pies y, mientras desandaba, no quería que le molestase nadie pidiendo un bocadillo. Aunque el negocio no podía ir peor, uno tenía que ser a veces fiel a sí mismo y considerar ante todo su propio bienestar. Si seguía andando mucho más, sus pies se convertirían en ensangrentados muñones.
Se acuclilló incómodo allí, en los escalones laterales de la catedral. El aumento de peso reciente y la hinchazón provocada por el taponamiento de la válvula hacían incómoda cualquier posición que no fuera sentado o tendido. Se quitó las botas e inspeccionó aquellos pies grandes como losas.
—Oh, querido —dijo una voz encima de él—. ¿Pero qué veo? Salí a ver esa exposición pringosa y horrible, ¿y qué me encuentro como obra número uno...? nada menos que el espectro de Lafitte, el pirata. No. Es Fatty Arbuckle. ¿O Marie Dressler? Dime pronto quién eres o me muero.
Ignatius alzó la vista y vio al joven que le había comprado el sombrero a su madre en el Noche de Alegría.
—Déjame en paz, mequetrefe. ¿Dónde está el sombrero de mi madre?
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