Michel Houellebecq
Las partículas elementales 124
La mañana del 15 de julio, encontró en la basura de la entrada un folleto cristiano. Diversas historias convergían hacia un final idéntico y dichoso: el encuentro con Cristo resucitado. Se distrajo un rato con la historia de una chica («Isabelle estaba en estado de shock, porque estaba en juego su curso universitario»), tuvo que reconocer que se sentía más cerca de la historia de Pavel («Para Pavel, oficial del ejército checo, dirigir una estación antimisiles era el apogeo de su carrera militar»). Michel podía trasladar literalmente a su propio caso la siguiente observación: «Como técnico especializado, formado en una prestigiosa academia, Pavel habría tenido que apreciar la existencia. Pero era desgraciado, y no dejaba de buscar una razón para vivir.»Por su parte, el catálogo de Las Tres Suizas parecía hacer una lectura más histórica del malestar europeo. Implícita desde las primeras páginas, la conciencia de un cambio próximo en la civilización encontraba su formulación definitiva en la página 17; Michel meditó durante muchas horas sobre el mensaje contenido en las dos frases que definían el tema de la colección: «El optimismo, la generosidad, la complicidad y la armonía hacen que el mundo avance. EL FUTURO SERÁ FEMENINO.»En las noticias de las ocho, Bruno Masure anunció que una sonda norteamericana acababa de detectar huellas de vida fósil en Marte. Se trataba de formas bacterianas, seguramente de arqueobacterias metánicas. Así que en un planeta cercano a la Tierra unas macromoléculas biológicas habían sido capaces de organizarse, de elaborar vagas estructuras autorreproductoras compuestas de un núcleo primitivo y de una membrana poco conocida; después todo se había detenido por culpa, sin duda, de un cambio climático: la reproducción se había vuelto cada vez más difícil y al final se había interrumpido del todo. La historia de la vida en Marte era modesta. Sin embargo (y Bruno Masure no parecía darse cuenta en absoluto), este brevísimo relato sobre un fracaso más bien soso contradecía violentamente todas las construcciones míticas o religiosas con las que suele deleitarse la humanidad. No había un acto único, grandioso y creador; no había pueblo elegido, ni siquiera especie o planeta elegidos. En el universo había, un poco por todas partes, tentativas inciertas y en general poco convincentes. Además, todo era de una irritante monotonía. El ADN de las bacterias marcianas parecía ser idéntico al ADN de las bacterias terrestres.
https://docs.google.com/document/d/1khAmFLOdVunoUT-OIrYYVXp4YEdm-6WfYLB4uZHafZo/edit
Michel miró una estatuilla jmer en el centro de la repisa de la chimenea; de líneas muy puras, representaba a Buda en actitud de tomar por testigo a la Tierra.En mitad de la noche volvieron a intrigarle las bacterias marcianas; encontró unas quince entradas en Internet, la mayoría de universidades norteamericanas. Se había encontrado adenina, guanina, timina y citosina en proporciones normales. Un poco por no tener otra cosa que hacer se conectó a la página de Ann Arbor; había una comunicación sobre el envejecimiento. Alicia Marcia–Coelho había subrayado la pérdida de secuencias de código de ADN en la división repetida de los fibroblastos de los músculos lisos; eso tampoco era una sorpresa. Conocía a la tal Alicia: lo había desvirgado diez años antes tras una cena demasiado bien regada durante un congreso de genética en Baltimore. Estaba tan borracha que había sido incapaz de ayudarle a quitarle el sujetador. Había sido un momento laborioso, incluso algo penoso; mientras él luchaba con los corchetes, ella le contó que acababa de separarse de su marido. Después, todo había ido con normalidad; le sorprendió tener una erección y hasta eyacular en la vagina de la investigadora sin sentir el más mínimo placer.
La vida y la muerte me
están desgastando MO YAN 124
Mi padre sacudió la cabeza y se alejó, con el joven buey avanzando obedientemente tras él.
No opuso la menor resistencia, aunque la madre vaca mugió para mostrar su dolor y aunque su
hijo volvió la cabeza y le respondió. En aquel momento, pensé que probablemente había
alcanzado la edad en la que ya no la necesitaba tanto como antes. Ahora me doy cuenta de que tú,
el buey Ximen, eras el burro Ximen, y antes de eso, un hombre cuyo destino estaba ligado a mi
padre. Por ese motivo se produjo un reconocimiento instantáneo entre ellos y una notable
emoción: la separación no era una opción posible.
Estaba a punto de salir con mi padre cuando el chico del comerciante se acercó corriendo y
me dijo furtivamente:
—Deberías saber que esa hembra es una «tortuga caliente».Se llamaba «tortuga caliente» a los animales que babeaban y comenzaban a jadear en cuanto
se ponían a trabajar en verano. En aquel momento no sabía lo que significaba aquel término, pero
puedo asegurar por el modo en el que el muchacho lo dijo que «tortuga caliente» no equivalía a
buen ganado. Hasta el día de hoy no sé por qué el muchacho pensó que era importante que yo
supiera eso, ni sé qué es lo que me hizo pensar que le conocía de algo.
GAO XINGJIAN
LA MONTAÑA DEL ALMA 124
En sueños, veo el acantilado abrirse detrás de mí crujiendo, entre las piedras se recorta el cielo
gris perla, bajo el cielo, una callejuela, desierta y tranquila, a un lado la puerta de un templo, sé que
por ella se entra al gran templo, no está nunca abierta, en la entrada hay tendida una cuerda de
nailon donde hay puestas a secar unas ropas de niño, reconozco este lugar, he venido ya antes aquí,
es el templo de los Dos Reyes del distrito de Guan, me paseo por el dique que separa las aguas del
río que espumea bajo mis pies, en la orilla opuesta las ruinas de otro templo desacralizado, he
querido entrar en él, pero no he encontrado la puerta, tan sólo he visto las serpientes marinas
reptando por los negros y curvos aleros que sobrepasan con creces los muros del patio, agarrándome
a un cable avanzo un poco, en la margen blanca del río un hombre está pescando, quiero ir hacia él,
el agua sube, no puedo sino retroceder, las aguas me rodean por todas partes, yo, en medio, vuelvo
otra vez a ser un niño, yo, en este instante, de pie delante de esta entrada, me veo a mí mismo de
niño, llevo unos zapatos de tela, no puedo avanzar ni retroceder, sobre el empeine de mis zapatos
hay unos botones de tela, en la escuela primaria mis compañeros decían que llevaba unos zapatos de
chica, me hacían sentirme incómodo, y fue justamente de boca de estos chicos acostumbrados a la
calle que comprendí el sentido de este insulto, decían también que las mujeres eran pura farfolla y
también que la gruesa señora que vendía tortas en la esquina de la calle andaba detrás de los
hombres, yo sabía que eran groserías que tenían que ver con la carne de los hombres y de las
mujeres.
Lolita
Vladimir Nabokov 124
Con gran sorpresa, la encontré vestida. Estaba sentada al borde de la
cama, con pantalones y blusa, y me miró como sin reconocerme. La brevedad de
su blusa parecía destacar, más que disimular, la línea suave y audaz de sus
pechos pequeños, y esa audacia me irritó. No se había lavado, pero tenía los
labios recién pintados, aunque muy al descuido, y sus dientes anchos brillaban
como marfil manchado de vino. Parecía encendido por una llama diabólica que
nada tenía que ver conmigo.
Dejé mi pesado envoltorio y miré los tobillos desnudos de sus pies con
sandalias, después su cara inocente, después otra vez sus pies pecaminosos.
—Has salido –dije.
Había granos de granza en sus sandalias.
—Acabo de levantarme –contestó–. He salido un segundo –agregó,
interceptando mi mirada a sus pies–. Quería verte regresar.
Advirtió las bananas y se dirigió hacia la mesa.
¿Qué sospecha especial se insinuaba en mí? Ninguna, en verdad... Pero
esos ojos melancólicos, cándidos, esa tibieza singular que manaba de ella... No
dije nada. Miré los meandros del camino, tan distintos en el marco de la ventana.
Quien deseara traicionar mi buena fe habría encontrado espléndida esa vista.
Con apetito creciente, Lo se dedicó a las frutas. Súbitamente, recordé la sonrisa
propiciatoria de Johnny, el vecino de la camioneta. Salí precipitadamente. Todos
los automóviles habían desaparecido, salvo su camioneta. Su mujer encinta
subía en ella con su criatura y el otro niño, más o menos inválido.
—¿Qué pasa, a dónde vas? –gritó Lo desde la entrada.
No dije nada. Empujé su blandura dentro del cuarto y la seguí. Le arranqué
la blusa. Desnudé el resto de su persona. Le quité las sandalias. Pero el olor que
busqué en toda ella era tan leve que no podía discernirse del antojo de un
maniático.
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