viernes, enero 04, 2013

DORADA ALA ESPALDA

 

 

         

GAO XINGJIAN
LA MONTAÑA DEL ALMA             123

¿Hablar otra vez del fuego? ¿Ese niño rojo con el culo al aire?
Lo que tú quieras.
Tú dices entonces que ese genio del fuego, Zhurong, el niño rojo, era el dios de esta gran
montaña. Al pie del monte Hurí, el templo del genio del fuego fue dejado en estado de abandono,
los hombres habían olvidado hacer sacrificios allí, utilizaban el aguardiente y la carne para su uso
personal. El dios olvidado por todos montó en cólera y cuando tu bisabuelo...
¿Por qué no continúas?
La noche de su muerte, mientras todo el mundo estaba profundamente dormido, una luz
resplandeciente inundó la oscura montaña. Cuando el viento lanzó unas ráfagas de olor a quemado,
las gentes comenzaron a ahogarse en pleno sueño y se levantaron a todo correr. A la vista del fuego,
se quedaron desconcertados. Por la mañana, la humareda lo había invadido todo, era ya demasiado
tarde para partir. Los animales salvajes, presa del pánico, huían delante del fuego; los tigres, los
leopardos, los jabalíes, los lobos se refugiaban en confuso desorden en el torrente. Únicamente sus
aguas impetuosas impedían al fuego progresar. La multitud concentrada en la orilla para contemplar
el incendio vio de repente volar una gran ave roja de nueve cabezas. Echando fuego, con su larga
cola dorada desplegada, lanzando un grito semejante a los vagidos de un recién nacido, desapareció
en los cielos. Unos árboles seculares gigantescos eran propulsados al aire cual plumas, luego
volvían a caer en la hoguera emitiendo grandes crujidos...En sueños, veo el acantilado abrirse detrás de mí crujiendo, entre las piedras se recorta el cielo
gris perla, bajo el cielo, una callejuela, desierta y tranquila, a un lado la puerta de un templo, sé que
por ella se entra al gran templo, no está nunca abierta, en la entrada hay tendida una cuerda de
nailon donde hay puestas a secar unas ropas de niño, reconozco este lugar, he venido ya antes aquí,
es el templo de los Dos Reyes del distrito de Guan, me paseo por el dique que separa las aguas del
río que espumea bajo mis pies, en la orilla opuesta las ruinas de otro templo desacralizado, he
querido entrar en él, pero no he encontrado la puerta, tan sólo he visto las serpientes marinas
reptando por los negros y curvos aleros que sobrepasan con creces los muros del patio, agarrándome
a un cable avanzo un poco, en la margen blanca del río un hombre está pescando, quiero ir hacia él,
el agua sube, no puedo sino retroceder, las aguas me rodean por todas partes, yo, en medio, vuelvo
otra vez a ser un niño, yo, en este instante, de pie delante de esta entrada, me veo a mí mismo de
niño, llevo unos zapatos de tela, no puedo avanzar ni retroceder, sobre el empeine de mis zapatos
hay unos botones de tela

                  

PAUL AUSTER
La trilogía
de Nueva York   123

Tampoco quiero exagerar. Aunque Fanshawe y yo acabamos teniendo algunas
diferencias, lo que más recuerdo de nuestra infancia es la pasión de nuestra amistad.
Éramos vecinos y nuestros jardines sin valla divisoria se unían en una ininterrumpida
extensión de césped, grava y tierra, como si perteneciéramos a la misma casa. Nuestras
madres eran intimas amigas, nuestros padres jugaban juntos al tenis, ninguno de los dos
tenía ningún hermano: condiciones ideales por lo tanto, sin nada que se interpusiera
entre nosotros. Nacimos con menos de una semana de diferencia, y cuando éramos
bebés estábamos siempre juntos en el jardín, explorando la hierba a cuatro patas,
arrancando las flores, poniéndonos de pie y dando nuestros primeros pasos el mismo
día. (Hay fotografías que documentan esto.) Más tarde aprendimos juntos a jugar al
béisbol y al fútbol en el jardín trasero. Construimos nuestros fuertes, jugamos nuestros
juegos, inventamos nuestros mundos en aquel jardín, y luego vinieron los paseos por la
ciudad, las largas tardes en bicicleta, las interminables conversaciones.

 

   

Lolita
Vladimir Nabokov           123

Nuestra cabaña estaba en la
cima arbolada de una colina, y desde nuestra ventana podía verse el camino que
serpeaba hacia abajo y después corría entre dos filas de castaños derecho como
la raya del pelo, hacia la bonita ciudad, singularmente nítida y como de juguete a
la distancia en esa mañana pura. Podía distinguir a una niña-elfo sobre una
bicicleta-insecto, y un perro, quizá demasiado grande en proporción, tan
preciosos como peregrinos con sus mulas que ascienden por pálidos caminos de
cera en los cuadros antiguos, con personajes minúsculos rojos y colinas azules.
Tengo el gusto europeo de valerme de mis propios pies cuando es posible
prescindir del automóvil, y caminé despaciosamente, topándome durante mi
marcha con la ciclista –una niña fea y rechoncha con trenzas, seguida de un
inmenso San Bernardo con órbitas como pensamientos–. En Kasbeam, un
peluquero decrépito me cortó el pelo de manera harto mediocre. Parloteaba
acerca de un hijo suyo jugador de béisbol, y a cada estallido me escupía en el
cuello; de cuando en cuando se limpiaba los anteojos en mi delantal o
interrumpía sus trémulos tijeretazos para exhibir recortes doblados de diarios
amarillentos. Yo estaba tan distraído que me sobresalté al comprender, mientras
él me enseñaba una fotografía sobre un caballete, en medio de las viejas
lociones grisáceas, que el joven jugador de béisbol había muerto treinta años
antes
.

 

Miguel de Cervantes
DON QUIJOTE DE LA MANCHA            123

 

dame acá la
mano y atiéntame con el dedo, y mira bien cuántos dientes y muelas me faltan
deste lado derecho de la quijada alta, que allí siento el dolor.
Metió Sancho los dedos y, estándole tentando, le dijo:
—¿Cuántas muelas solía vuestra merced tener en esta parte?
—Cuatro —respondió don Quijote—, fuera de la cordal, todas enteras y
muy sanas.—Mire vuestra merced bien lo que dice, señor —respondió Sancho.
—Digo cuatro, si no eran cinco —respondió don Quijote—, porque en
toda mi vida me han sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caído, ni
comido de neguijón ni de reuma alguna.
—Pues en esta parte de abajo —dijo Sancho—, no tiene vuestra merced
más de dos muelas y media, y, en la de arriba, ni media ni ninguna, que toda
está rasa como la palma de la mano.
—¡Sin ventura yo! —dijo don Quijote, oyendo las tristes nuevas que su
escudero le daba—, qué más quisiera que me hubieran derribado un brazo,
como no fuera el de la espada; porque te hago saber, Sancho, que la boca sin
muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente
que un diamante. Mas a todo esto estamos sujetos los que profesamos la
estrecha orden de la caballería. Sube, amigo, y guía, que yo te seguiré al paso
que quisieres.

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