http://es.wikipedia.org/wiki/Mistela
Dan Brown Ángeles y demonios 219
Cuando empezó a ver estrellas de color púrpura, se obligó a pensar. Ya has estado atrapado antes, se dijo. Te has salvado de cosas peores. Eras un crío y utilizaste la imaginación. La oscuridad era aplastante. ¡Piensa!Langdon se tendió de espaldas en el suelo y apoyó las manos en los costados. El primer paso era recuperar el control.Relájate. Ahorra energías.
Como ya no luchaba contra la gravedad para bombear sangre, el corazón empezó a aminorar su ritmo. Era un truco que los nadadores utilizaban a menudo para reoxigenar su sangre entre eliminatorias muy seguidas.
Aquí hay mucho aire, se dijo. Muchísimo. Piensa. Aguardó, casi con la esperanza de que las luces se encenderían en cualquier momento. No fue así. Tendido en el suelo, respirando mejor, se apoderó de él una siniestra resignación. Se sentía en paz. Luchó contra esa sensación.
¡Muévete, maldita sea! Pero hacia dónde...
En la carátula del reloj de Langdon, Mickey Mouse brillaba, como si la oscuridad le alegrara. Las nueve y treinta y tres minutos de la noche. Quedaba media hora para Fuego. Langdon pensó que parecía mucho más tarde. Su mente, en lugar de elaborar un plan de escape, exigía de repente una explicación. ¿Quién cortó la electricidad? ¿Estaba Rocher
ampliando su registro? ¿No ha advertido Olivetti a Ro-cher de que yo estaba aquí? Langdon sabía que, en este momento, todo eso daba igual.
Abrió la boca y echó hacia atrás la cabeza. Inhaló la bocanada de aire más profunda que pudo. Cada aspiración dolía menos que la anterior. Su cabeza se despejó. Obligó a su mente a ponerse las pilas.
Paredes de cristal, se dijo. Pero de un cristal muy grueso.
Se preguntó si guardaban algún libro en archivadores de acero a prueba de incendios. Langdon había observado esa precaución en alguna biblioteca, pero en ésta no.
Dan Brown
La fortaleza digital 219
Becker vio un destello metálico, un arma desenfundada. Al instante, sin pensar, como un corredor
que sale disparado cuando suena la señal de salida, se precipitó hacia delante. El sacerdote retrocedió
horrorizado cuando el cáliz voló por los aires y el vino tinto se derramó sobre el mármol blanco.
Sacerdotes y monaguillos se dispersaron cuando Becker saltó sobre la barandilla que le separaba del altar.
Un silenciador escupió una sola bala. Becker aterrizó en el suelo, y la bala se estrelló a su lado. Un
instante después, bajaba dando tumbos tres peldaños de granito que conducían al valle, un estrecho
pasadizo por el que accedían los sacerdotes al altar como por la gracia divina.
Al pie de la escalera, tropezó y cayó. Una cuchillada de dolor le atravesó cuando aterrizó sobre el
costado. Un momento después franqueó una puerta cubierta con una cortina y bajó una escalera de
madera.
Dolor. Becker cruzó corriendo la sacristía. Estaba a oscuras. Oyó gritos procedentes del altar. Pasos
decididos que le perseguían. Atravesó una puerta doble y entró en una especie de estudio. En una pared
había un crucifijo de tamaño natural. Se detuvo. Callejón sin salida. Estaba al pie de la cruz. Oyó que
Hulohot se acercaba. Becker contempló el crucifijo y maldijo su mala suerte.
—¡Maldición! —chilló.
Se oyó un ruido de cristales rotos a su izquierda. Se volvió. Un hombre con sotana roja lanzó una
exclamación ahogada y dirigió una mirada horrorizada a Becker. Como un gato atrapado in fraganti con
un canario, el sacerdote se secó la boca y trató de ocultar la botella rota de vino de consagrar caída a sus
pies.
—¡Una salida! —gritó Becker—. ¡Quiero salir!
El código Da Vinci
Dan Brown 219
La búsqueda de la verdad se ha convertido en el amor de mi vida —
dijo Teabing—. Y el Sangreal en mi amante favorita.
«El Santo Grial es una mujer», pensó Sophie con un mosaico de ideas
mezcladas en la mente que parecían no tener sentido.
—Y dice que tiene un retrato de la mujer que, según asegura, es en
realidad el Santo Grial.
—Sí, pero no es que lo asegure yo. Cristo en persona lo afirmó.
—¿En cuál de los cuadros está? —preguntó Sophie recorriendo las
paredes con la mirada.
—Mmm... —Sir Leigh hizo como que no se acordaba—. El Santo Grial.
El Sangreal, el Cáliz. —Se volvió bruscamente y apuntó a la pared del fondo.
Sobre él colgaba una reproducción de dos metros de La última cena, la
misma imagen que acababa de ver en el salón—. Ahí está.
Sophie estaba segura de que se había perdido algo.
—Pero si es la misma obra que acaba de enseñarme.
Teabing le guiñó un ojo.
—Ya lo sé, pero la ampliación es mucho más interesante, ¿no cree?
Sophie se volvió para mirar a Langdon.
—Me he perdido.Langdon sonrió.
—Resulta que sí, que después de todo el Santo Grial sí aparece en La
última cena. Leonardo le reservó un espacio prominente.Un momento —interrumpió Sophie—. Me acabáis de decir que el
Santo Grial es una mujer. Y en La última cena aparecen trece hombres.
—¿Seguro? —dijo Teabing arqueando las cejas—. Fíjese bien.
Titubeante, Sophie se acercó más a la pintura y miró con detalle las
trece figuras, Jesús en el medio, seis discípulos a la izquierda y seis a la
derecha.
—Todos son hombres —dijo al fin.
—¿Ah, sí? ¿Y qué me dice del que está sentado en el puesto de honor, a
la derecha del Señor?
Sophie se fijó en aquella figura, observándola con detenimiento. Al
estudiar el rostro y el cuerpo, le recorrió una oleada de desconcierto. Aquella
persona tenía una larga cabellera pelirroja, unas delicadas manos
entrelazadas y la curva de unos senos. Era, sin duda... una mujer.
—¡Es una mujer! —exclamó.
Teabing se reía.
—Sorpresa, sorpresa. Créame, no es un error. Leonardo sabía pintar
muy bien y diferenciaba perfectamente entre hombres y mujeres.
JAMES JOYCE
ULISES 219
Otra vez: un gol. Estoy entre ellos, entre
el encarnizamiento de sus cuerpos trabados en
lucha entremezclada, el torneo de la vida.
¿Quieres decir aquel patizambo nene de su
mamá que parece estar ligeramente
descompuesto? Torneos. Los rebotes sacudidos
del tiempo: sacudida por sacudida. Torneos,
fango y fragor de batallas, los vómitos helados
de los degollados, un grito de alcayatas de
lanzas cebándose en los intestinos
ensangrentados de los hombres.
JORGE LUIS BORGES
OBRAS COMPLETAS 219
resolver sin escándalo el problema del mal, mediante
la hipotética inserción de una serie gradual de divinidades entre
el no menos hipotético Dios y la realidad. En el sistema examinado,
esas derivaciones de Dios decrecen y se abaten a medida que
se van alejando, hasta fondear en los abominables poderes que
borrajearon con adverso material a los hombres. En el de Valentino
—que no dio por principio de todo, el mar y el silencio—,
una diosa caída' (Achamoth) tiene con una sombra dos hijos, que
son el fundador del mundo y el diablo.
LA CONDICIÓN
HUMANA
(La condition humaine, 1933)
André Malraux 219
–Provisional –dijo el guardia.
Kyo comprendió que se le encarcelaría en la prisión de derecho común.
Desde que entró en la cárcel, aun antes de poder ver, quedó aturdido por el espantoso olor:
matadero, exposición canina, excrementos. La puerta que acababa de franquear, se abría hacia un
corredor, semejante al que abandonaba; a derecha e izquierda, hasta todo lo alto, enormes barrotes
de madera. En las jaulas de madera, hombres. En el centro, el guardián, sentado ante una mesita,
sobre la cual había un látigo: mango corto y correa de la anchura de la mano, de un dedo de gruesa
–un arma.
–Quédate ahí, hijo de chancho –dijo.
El hombre, habituado a la sombra, escribía su filiación. A Kyo le dolía aún la cabeza, y la
inmovilidad le produjo la sensación de que iba a desmayarse. Se adosó a los barrotes.
–¿Cómo, cómo, cómo le va? –gritaron, detrás de él.
Voz inquietadora, como la de un papagayo, pero voz de hombre. El lugar estaba demasiado
sombrío para que Kyo distinguiese un rostro; no veía más que unos dedos enormes crispados
alrededor de los barrotes –no muy lejos de su cuello–. Detrás, acostados en unos compartimientos o
de pie, se agitaban unas sombras, demasiado largas: unos hombres, como gusanos.
–Podría irme mejor –respondió, apartándose.
Roberto Bolaño
2666 219
A veces veía sombras detrás de las cortinas, a veces alguien, una
mujer de edad, un hombre con corbata, un adolescente de cara
alargada, abría una ventana y contemplaba el plano de Barcelona
al atardecer. Una noche descubrí que no era la única en estar
allí, espiando o aguardando la aparición del poeta. Un joven de
unos dieciocho años, tal vez menos, hacía guardia en silencio
en la acera de enfrente. Él no se había percatado de mí porque
evidentemente se trataba de un joven soñador e incauto.
EL FIGÓN DE LA REINA PATOJA
de
Anatole France 219
Firme! ¡Firme! ¡Pinchadle! La bestia es dura. Cuando llegó junto a mí,
le dije:
-¡Ah, caballero, no tenéis piedad!
-Señor -me respondió-, pensaríais de otro modo si un capuchino
acariciase a vuestra querida, como yo he sorprendido a esta señora en los
brazos de ese animal hediondo. Tolero al contratista porque de todo hay
que vivir. Pero a un capuchino sucio no es posible tolerarlo. ¡Que arda la
muy sinvergüenza!
Y me mostraba a Catalina en camisa, a la puerta de su casa, con los ojos
llenos de lágrimas, despeinada, retorciéndose los brazos, más bella que
nunca y murmurando con una voz dolorida que me destrozaba el alma:
-¡No le matéis! Es el hermano Ángel; ¡es el hermanito!...
Los bigardos lacayos regresaron, diciendo que dejaron de perseguir al
capuchino porque se acercaba la ronda, pero no sin haber hundido antes la
punta de sus alabardas en las posaderas del santo varón. Los gorros de
dormir desaparecieron de las ventanas, las cuales se cerraron, y mientras el
joven hidalgo hablaba con sus servidores, yo me acerqué a Catalina, cuyas
lágrimas llegaban resbalando hasta el lindo hoyuelo de su sonrisa.
-El pobre hermano se ha salvado -me dijo-. Pero temí mucho por él. Los
hombres son terribles. Cuando se encelan no atienden razones.
-Catalina -le dije yo bastante amostazado-. ¿Sólo me habéis hecho venir
para que asistiese a la contienda de vuestros amantes? Vos no me habíais
hablado de ese joven hidalgo.
-Ni siquiera pensaba en él. Ha venido de repente.
-Y os ha sorprendido con el hermano Ángel.-Ha creído ver lo que no era. Es un loco, incapaz de reflexión.
Su entreabierta camisa dejaba ver, tras los encajes, un seno redondo y
duro, como un hermoso fruto florido con un capullo naciente. La oprimí
entre mis brazos cubriendo su pecho de besos.
-¡Cielos -gritó ella-, en la calle! ¡Delante del señor de Anquetil, que nos
observa!...
-¿Quién es ese señor de Anquetil?
-¡El martirizador del hermano Ángel, pardiez! ¿Qué otro queríais que
fuera?
-Es verdad, Catalina, que no hace falta más; vuestros amigos, los que
gozan de vuestros favores, ya son más que suficientes.
-Señor Jacobo, no me insultéis, os lo suplico.
-No os insulto, Catalina; reconozco vuestros atractivos, a los cuales
quisiera rendir el mismo homenaje que tantos otros rinden.
-Caballero Jacobo, lo que estáis diciendo apesta a cien leguas al figón de
vuestro buen padre.
-Estabais, no ha mucho, bien satisfecha, señorita Catalina, de oler la
chimenea...
-¡Fuera de aquí, villano! ¡Patán! ¡Ultrajar a una mujer!
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