Roberto Bolaño
2666 125
Los zapatos de la enfermera eran
blancos. Los zapatos de Pelletier y Espinoza eran negros. Los
zapatos de Morini eran marrones. Los zapatos de Johns eran
blancos y estaban hechos para correr grandes distancias, ya fuera
en el pavimento de las calles de una ciudad como a campo través. Eso fue lo último que vio Pelletier, el color de los zapatos
y su forma y su quietud, antes de que la noche los sumergiera
en la nada fría de los Alpes.
–Le diré por qué lo hice –dijo Johns, y por primera vez su
cuerpo abandonó la rigidez y el porte erguido, marcial, y se inclinó
y se acercó a Morini y le dijo algo al oído.
GAO XINGJIAN
LA MONTAÑA DEL ALMA 125
Urgido por las ganas de orinar, me levanto y, a la luz del farol que llevo en la mano, me pongo
de nuevo los zapatos. Retiro la tabla que bloquea la puerta hecha con palos. La puerta cruje
violentamente al abrirse, empujada por el viento. El farol no ilumina más que un círculo a mis pies
en la negra cortina de la noche. Doy dos pasos y me desabrocho el pantalón, cuando veo de repente,
al levantar la cabeza, una sombra de diez metros de alto alzarse delante de mí. Lanzo un grito y a
punto estoy de tirar el farol. La sombra inmensa se mueve al mismo ritmo que yo. Imagino que se trata de «la sombra del demonio» mencionada en la Monografía de la montaña Fanjing. Agito mi
farol, la sombra se mueve también. Es en realidad mi sombra proyectada en la noche.
El campesino que me sirve de guía ha salido al oír ruido, hacha en mano. No me he recuperado
aún del todo y no puedo articular palabra. Entre murmullos, agito el farol para indicárselo. También
él pega un grito y se apodera del farol. Dos sombras inmensas se perfilan entonces contra la cortina
negra de la noche y danzan al ritmo de nuestros gritos. ¡Qué estupefacción sentirse aterrado por uno
mismo, y con más razón por la propia sombra! Igual que dos niños, orinamos danzando para hacer
saltar la demoníaca sombra. Y también para calmarnos, para reconfortar nuestros conturbados
espíritus
JAMES JOYCE
ULISES 125
El perro gruñó corriendo
hacia ellos, se irguió hacia ellos y los manoteó,
dejándose caer sobre sus cuatro patas,
enderezándose de nuevo con mudas caricias
ásperas. Ternura ignorada los siguió hacia la
arena seca, un andrajo de lengua de lobo
jadeando roja de sus quijadas. Su cuerpo
manchado amblaba delante de ellos, saltando
luego con galope de ternero. El cadáver se
hallaba en su camino. Se detuvo, olfateó,
anduvo a su alrededor, a hurtadillas, un
hermano, husmeando más cerca dio otra vuelta
alrededor, olfateando rápidamente como
conocedor todo el pellejo revolcado del perro
muerto. Cráneo de perro, olfateo de perro, ojos sobre el suelo, se mueve hacia un gran objetivo.
¡Ah, pobre cuerpo de perro! Aquí yace el cuerpo
del pobre cuerpo de perro.
La vida y la muerte me
están desgastando MO YAN
mi padre me contó algunas historias
relacionadas con la rueda de la transmigración. Me habló de un hombre que
soñaba que su padre fallecido le decía:
—Hijo, voy a regresar reencarnado en un buey. Mañana volveré a
nacer.
Al día siguiente, tal y como había prometido, la vaca de la familia
parió un ternero. Pues bien, el hombre se ocupó especialmente de cuidar a
ese joven macho, que un día sería un buey, su «padre». No le colocó un
anillo en la nariz ni le puso un ronzal.
—Vamos, Padre —le decía cuando salían al campo.
Después de un duro día de trabajo, solía decirle: —Es
hora de descansar, Padre.
Y entonces el buey descansaba. En ese punto del relato, mi padre se
detuvo, para disgusto mío. ¿Qué había pasado? Después de dudar unos
instantes, dijo:
—No estoy seguro de que deba contar a un niño este tipo de cosas, pero
seguiré adelante. Aquel buey tuvo un «encuentro consigo mismo» —más
tarde, me enteré de que un «encuentro consigo mismo» significaba una
masturbación—, que fue presenciado por la señora de la casa. «Padre», dijo,
«¿cómo puedes hacer una cosa así? Deberías avergonzarte». El buey se giró
y embistió con su cabeza contra la pared, muriendo al instante. Ah... Mi
padre lanzó un largo suspiro.Un aluvión de invitados solicita la
participación en la comuna
La agricultura independiente consume
a un defensor distinguido
Edgar Allan Poe
Obras en español 125
Entonces… ¿cree por fin? – inquirió -. ¿Cree por fin en la bosibilidad de lo
extraño?
Asentí nuevamente con la cabeza.
- ¿Y cree en mí, el Ángel de lo Singular?
Asentí otra vez.
- ¿Y reconoce que usted es un borracho berdido y un estúbido?
Una vez más dije que sí.
- Bues, pien, bonga la mano terecha en el polsillo izquierdo te los bantalones, en
señal de su entera sumisión al Ángel de lo Singular.
Por razones obvias me era absolutamente imposible cumplir su pedido. En primer
lugar, tenía el brazo izquierdo fracturado por la caída de la escala y, si soltaba la mano derecha de la soga, no podría sostenerme un solo instante con la otra. En segundo término,
no disponía de pantalones hasta encontrara al cuervo. Me vi, pues, precisado, con gran
sentimiento, a sacudir negativamente la cabeza, queriendo indicar con ello al ángel que en
aquel instante me era imposible acceder a su muy razonable demanda. Pero, apenas había
terminado de moverla, cuando…
- ¡Fáyase al tiablo, entonces! – rugió el Ángel de lo Singular.
Y al pronunciar dichas palabras dio una cuchillada a la soga que me sostenía, y
como esto ocurría precisamente sobre mi casa (la cual, en el curso de mis peregrinaciones,
había sido hábilmente reconstruida), terminé cayendo de cabeza en la ancha chimenea y
aterricé en el hogar del comedor.
Al recobrar los sentidos – pues la caída me había aturdido terriblemente -
descubrí que eran las cuatro de la mañana. Estaba tendido allí donde había caído del globo.
Tenía la cabeza metida en las cenizas del extinguido fuego, mientras mis pies reposaban en
las ruinas de una mesita volcada, entre los restos de una variada comida, junto con los
cuales había un periódico, algunos vasos y botellas rotos y un jarro vacío de Kirschenwasser
de Schiedam. Tal fue la venganza del Ángel de lo Singular.
Robert Graves
La Diosa Blanca 125
El Dioniso de la Vid tampoco tenía padre en un tiempo. Su nacimiento parece
haber sido el de un Dioniso anterior, el dios Hongo, pues los griegos creían que los
hongos y las setas eran engendrados por el rayo, y no nacían de una semilla como las
otras plantas. Cuando los tiranos de Atenas, Corinto y Sición legalizaron el culto de
Dioniso en sus ciudades, limitaron las orgías, según parece, reemplazando el vino por
setas; así el mito del Dioniso de la Seta se unió al del Dioniso de la Vid, que ahora
figuraba como hijo de la tebana Semele y de Zeus, Señor del Rayo. Pero Semele era
hermana de Agave, que arrancó la cabeza de su hijo Penteo en un arrebato dionisíaco.
Para el culto Gwion tanto el Dioniso de la Vid como el del Cereal eran
reconociblemente Cristo, Hijo de Alpha, es decir hijo de la letra A:
El trigo abundante en grano.
y el vino que fluye rojo
hacen el cuerpo puro de Cristo,
el hijo de Alpha.
Según el talmúdico Targum Yerushalmi sobre Génesis, ll, 7, Jehová tomó polvo
del centro de la tierra y de todas partes de la tierra y lo mezcló con las aguas de todos
los mares para crear a Adán. El ángel Miguel recogió el polvo. Como los rabinos judíos
preferían alterar en vez de destruir las tradiciones antiguas que parecían perjudicar a su
nuevo culto del Jehová trascendente, tal vez postularon una fábula original en la que
Michal (no Miguel) de Hebrón, la diosa de la que David tomó su título de rey por medio
del casamiento con su sacerdotisa, fue la creadora de Adán. David se casó con Michal
en Hebrón, y a Hebrón se le puede llamar el centro de la tierra, por su posición cerca de
la unión de dos mares y los tres antiguos continentes. Esta identificación de Michal con
Miguel parecería forzada si no fuera porque el nombre de Miguel aparece solamente en
los escritos!posueriores al exilio y, por consiguiente, no forma parte de la antigua
tradición judía, y porque en Un discurso sobre María de Cirilo de Jerusalén, publicado
por Budge en sus Miscellaneous Coptic Texts, aparece este pasaje:
En el Evangelio para los Hebreos (un evangelio perdido de los
ebionitas, supuestamente el original del de San Mateo) se dice que
cuando Cristo quiso venir a la Tierra para vivir entre los hombres, el
Buen Padre llamó a una potestad poderosa del Cielo llamada Miguel y
puso a Cristo a su cargo. Y la potestad descendió a la Tierra y se llamó
María, y Cristo estuvo en su seno siete meses, después de los cuales ella
lo dio a luz...
John Kennedy Toole
La conjura
de los necios 125
¡Magnífico! El coro puede empezar ya a cantar.
La dama afecta a los espirituales sopló una flauta y los integrantes del coro comenzaron a cantar vigorosamente: «Oh, Jesús, camina a mi lado/Así siempre, siempre estaré satisfecho».—Es una canción muy conmovedora, realmente —comentó Ignatius. Luego gritó—: ¡Adelante!
La formación obedeció tan de prisa, que, antes de que Ignatius pudiera añadir nada más, ya había salido la enseña de la fábrica y subía las escaleras hacia la oficina.—¡Alto! —gritó Ignatius—. Alguien tiene que ayudarme a bajar de la mesa.
Oh, Jesús, sé mi amigo
Hasta el fin, hasta el fin, sí.
Coge mi mano
Y seré dichoso
Sabiendo que Tú caminas
Oyendo mi voz.
No me quejo
Aunque llueva
Cuando estoy con Jesús.
—¡Alto! —gritó Ignatius frenéticamente, viendo cómo la última fila del batallón cruzaba la puerta—. ¡Volved inmediatamente aquí!Pero la puerta se cerró. Ignatius se agachó y se colocó a cuatro patas y fue gateando hasta el borde de la mesa. Luego, giróse y, tras maniobrar largo rato con sus extremidades, logró sentarse al borde. Comprobado que sus pies se columpiaban a sólo unos centímetros del suelo, decidió arriesgarse al salto. Al apartarse de la mesa y aterrizar en el suelo, deslizósele la cámara del hombro, y golpeó el cemento con un estruendo quebrado v sordo. Destripada, derramáronse por el suelo sus fílmicas entrañas. Recogióla Ignatius y accionó el pulsador destinado a ponerla en marcha, pero nada pasó.Tú, Jesús, me pagas la fianza Cuando me meten en la cárcel. Oh, sí, Tú me das siempre Una razón para vivir.—¿Pero qué cantan esos dementes? —preguntó Ignatius a la vacía fábrica, mientras iba embutiendo metros y metros de película en el bolso.
Tú nunca me haces daño,
Tú nunca, nunca, nunca me abandonas.
Yo nunca peco
Y gano siempre
Ahora que tengo a Jesús.
Ignatius, con una estela de película desenrollada, se lanzó hacia la puerta y entró en la oficina. Las dos mujeres desplegaban estólidas la parte posterior de la manchada sábana ante el señor González, que estaba confundidísimo. Los miembros del coro, con los ojos cerrados, cantaban compulsivos, perdidos en su mundo melódico. Ignatius atravesó el batallón que remoloneaba benigno en los márgenes de la escena, hacia el escritorio del jefe administrativo.La señorita Trixie le vio y preguntó:
—¿Qué pasa, Gloria? ¿Qué hace aquí la gente de la fábrica?
—Corra ahora que puede, señorita Trixie —dijo Ignatius muy serio.
Oh, Jesús, Tú me das paz,
Tú alejas a la policía.
No puedo oírte, Gloria —-gritó la señorita Trixie, agarrándole del brazo—. ¿Esto es una comedia de negros?
—¡Vaya a colgar sus carnes flácidas en el retrete! —gritó brutal Ignatius.
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