GAO XINGJIAN
LA MONTAÑA DEL ALMA 132
En las apacibles aguas del río que bordea la era se había ahogado un
perrito. No sé si algún asqueroso individuo lo arrojó al agua o si se ahogó él solo, pero lo cierto es
que su cadáver permaneció largo tiempo en la orilla. Mi madre me tenía formalmente prohibido
jugar en la orilla del río y yo no podía ir a excavar en la arena más que yendo detrás de los adultos
que iban allí a sacar agua. Hacían unos agujeros en la orilla y recogían el agua filtrada por la arena.
Comprendo en este instante que estoy rodeado de un mundo de muertos y que detrás de ese muro
en ruinas se encuentran mis parientes desaparecidos. Tengo ganas de retornar entre ellos, sentarme a la misma mesa, escuchar incluso las conversaciones más fútiles, tengo ganas de oír sus voces, de
ver sus miradas, de sentarme con gran comedimiento entre ellos, aun cuando no tome nada. Sé que
las comidas del otro mundo poseen un valor de símbolo, que son una especie de ceremonia en la
que no les está permitido participar a los vivos, sentarme a su mesa se me antoja de repente la
felicidad suprema. Me acerco, pues, a ellos con precaución, pero una vez que he franqueado la
pared en ruinas, se levantan y desaparecen en gran silencio detrás de otra pared. Oigo sus sigilosos
pasos que se alejan, veo la mesa vacía que han dejado. En un instante, la mesa se cubre de tierno
musgo, se resquebraja y queda reducida a un montón de piedras, y entre sus hendiduras crecen
hierbajos. También sé que hablan de mí en otra casa en ruinas, que no aprueban mi conducta y que
se inquietan por mí. En realidad, nada debería preocuparles, pero sé que lo están. Los muertos se
preocupan a menudo por los vivos. Están discutiendo a escondidas, pero se callan una vez que yo
aplico mi oído a la pared de húmedas piedras recubierta de musgo. Deben de seguir hablando con
los ojos, decir que no puedo continuar así, que me hace falta una familia normal, una esposa
prudente y virtuosa que se ocupe de mis comidas y lleve la casa, que si he contraído una
enfermedad incurable ello se debe a mi inadecuada alimentación.
JAMES JOYCE
ULISES 132
Cae hacia atrás de repente, helado en
estereoscopio. El truco está en el click.
Encontráis mis palabras oscuras. La oscuridad
está en nuestras almas, ¿no es cierto? Más
aflautado. Nuestra alma, heridoavergonzada
por nuestros pecados, se aferra cada vez más a
nosotros una mujer aferrándose a su amante, lo
más lo más.
Ella confía en mí, su mano suave, los
largaspestañas ojos. ¿Ahora dónde en nombre
del tierno infierno la estoy trayendo detrás del
velo? En la ineluctable modalidad de la
ineluctable visualidad. Ella ella, ella. ¿Qué ella?
La virgen ante el escaparate de Hodges Figgis,
el lunes, buscando uno de los libros alfabéticos que tú ibas a escribir. Aguda mirada le lanzaste.
La muñeca dentro del bordado lazo de su
sombrilla. Ella vive de pesar y bagatelas en el
parque Leeson: una mujer de letras.
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 132
Luego se supo que, mientras hacía su ronda nocturna, se había topado con el
dragón y se había dado tal susto que se quedó boca abajo petrificado en aquella
posición. El propietario de la fábrica, un hombre del tamaño y fuerza de un gorila, lo
volvió a su posición vertical y lo apoyó contra el poste de la farola, y luego se acercó
al dragón. El dragón estaba dormido, como no podía ser menos. Resulta que los
individuos que había devorado estaban empapados en vino, y se habían reventado
entre sus mandíbulas. El alcohol, en un estómago vacío, se le había subido
directamente a la cabeza por lo que había dejado caer la fina película de sus
pestañas con una sonrisa de beatitud. Estaba tumbado con las patas delanteras
recogidas bajo su panza, y el resplandor de la farola destacaba el brillo de los arcos
de sus dobles protuberancias vertebrales.
Miguel de Cervantes
DON QUIJOTE DE LA MANCHA 132
—Sucedió —dijo Sancho— que el pastor puso por obra su determinación,
y, antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Estremadura para
pasarse a los reinos de Portugal. La Torralba, que lo supo, se fue tras él, y seguíale
a pie y descalza desde lejos, con un bordón en la mano y con unas alforjas
al cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y otro de un
peine, y no sé qué botecillo de mudas para la cara; mas, llevase lo que llevase,
que yo no me quiero meter ahora en averiguallo, solo diré que dicen que el
pastor llegó con su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido
y casi fuera de madre, y por la parte que llegó no había barca ni barco, ni
quien le pasase a él ni a su ganado de la otra parte, de lo que se congojó
mucho porque veía que la Torralba venía ya muy cerca y le había de dar mucha
pesadumbre con sus ruegos y lágrimas; mas, tanto anduvo mirando, que vio un
pescador que tenía junto a sí un barco tan pequeño, que solamente podían
caber en él una persona y una cabra, y, con todo esto, le habló y concertó con
él que le pasase a él y a trescientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el
barco, y pasó una cabra; volvió, y pasó otra; tornó a volver, y tornó a pasar otra.
Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va pasando, porque,
si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento y no será posible contar
más palabra dél. Sigo, pues, y digo que el desembarcadero de la otra parte
estaba lleno de cieno y resbaloso y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y
volver. Con todo esto, volvió por otra cabra, y otra, y otra...
—Haz cuenta que las pasó todas —dijo don Quijote—; no andes yendo y
viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año.
—¿Cuántas han pasado hasta agora? —dijo Sancho.
—¡Yo qué diablos sé! —respondió don Quijote.
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