jueves, junio 12, 2014

LA VIRGEN DE LOS PATOS Y LA VIRGEN DE LOS ELEFANTES CALLEJEANDO.












DON QUIJOTE DE LA MANCHA  CERVANTES   422


Partiendo los dos el camino, el de los Espejos le dijo:
—Advertid, señor caballero, que la condición de nuestra batalla es que el
vencido, como otra vez he dicho, ha de quedar a discreción del vencedor.
—Ya la sé —respondió don Quijote—, con tal que lo que se le impusiere
y mandare al vencido han de ser cosas que no salgan de los límites de la caballería
Así se entiende —respondió el de los Espejos.
Ofreciéronsele en esto a la vista de don Quijote las estrañas narices del
escudero, y no se admiró menos de verlas que Sancho, tanto, que le juzgó por
algún monstro, o por hombre nuevo y de aquellos que no se usan en el mundo.
Sancho, que vio partir a su amo para tomar carrera, no quiso quedar solo con
el narigudo, temiendo que con solo un pasagonzalo con aquellas narices en las
suyas sería acabada la pendencia suya, quedando del golpe, o del miedo, tendido
en el suelo, y fuese tras su amo, asido a una ación de Rocinante, y cuando
le pareció que ya era tiempo que volviese, le dijo:
—Suplico a vuesa merced, señor mío, que antes que vuelva a encontrarse
me ayude a subir sobre aquel alcornoque, de donde podré ver más a mi sabor,
mejor que desde el suelo, el gallardo encuentro que vuesa merced ha de hacer
con este caballero.
—Antes creo, Sancho —dijo don Quijote—, que te quieres encaramar y
subir en andamio por ver sin peligro los toros.
—La verdad que diga —respondió Sancho—, las desaforadas narices de
aquel escudero me tienen atónito y lleno de espanto, y no me atrevo a estar
junto a él.
—Ellas son tales —dijo don Quijote— que a no ser yo quien soy, también
me asombraran, y, así, ven, ayudarte he a subir donde dices.



VLADIMIR NABOKOV  CUENTOS  422

Las ventanas se iluminan y tienden sus paños luminosos sobre los meandros de la
oscura nieve, dejando un cierto espacio para acomodar un abanico de luz que se
refleja justo encima de la puerta entre las dos ventanas. Los pilares que la enmarcan
llevan una cenefa de nieve aborregada, que más bien estropea las líneas de lo que
hubiera podido ser un ex libris perfecto para el libro de nuestras dos vidas. No
consigo recordar por qué todos habíamos abandonado el ruidoso vestíbulo para
adentrarnos en la silenciosa oscuridad, poblada solamente por abetos, henchidos de
nieve hasta alcanzar el doble de su tamaño; ¿acaso el guarda nos invitó a
contemplar un taciturno resplandor rojo, el portento de un posible fuego
provocado? Probablemente. ¿Acaso salimos para admirar la estatua ecuestre de
hielo esculpida junto al estanque?












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