VLADIMIR NABOKOV CUENTOS COMPLETOS 119
«Querido padre», escribía Frank, «he realizado dos de tus deseos. No querías
ningún romance bajo tu techo, y consecuentemente, me voy, llevándome a la mujer
sin la cual no puedo vivir. También querías ver un ejemplo de mi arte. Por eso pinté
un retrato de mi antiguo amigo al que, por cierto, puedes comunicar que los espías
me dan risa. Lo pinté por la noche, de memoria, y si el parecido no es perfecto se
debe a la falta de tiempo, a la mala luz, y a mi comprensible prisa. Tu nuevo coche
marcha estupendamente. Te lo dejo en el garaje de la estación».
—Espléndido —susurró el coronel—. Excepto que tengo curiosidad por saber de
qué van a vivir.
McGore, palideciendo como un feto conservado en alcohol, se aclaró la garganta y
dijo:
—Ya no hay razón para ocultarle la verdad, coronel. Luciani nunca pintó su
Veneciana. No es sino una imitación magnífica.
El coronel se levantó lentamente.
—La pintó su hijo —continuó McGore, y de repente las comisuras de la boca le
empezaron a temblar y a caerse—. En Roma. Yo le procuré el lienzo y las pinturas.
Su talento me sedujo. La mitad de la suma que usted pagó fue para él. ¡Oh, Dios
mío!...
Los músculos de la mandíbula del coronel se contrajeron mientras miraba el
pañuelo sucio con el que McGore se limpiaba los ojos y se dio cuenta de que el
pobre tipo no mentía.
Entonces se volvió y contempló La Veneciana. Su frente relucía contra el fondo
oscuro, sus largos dedos brillaban más dulces todavía, la piel de lince se le deslizaba
embrujada de los hombros, y en sus labios aparecía una sonrisa de sorna.
—Estoy orgulloso de mi hijo.
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