VLADIMIR NABOKOV CUENTOS COMPLETOS 339
Qué debía hacer él; ¿quedarse como estaba o ponerse
a mirarla? No, mirarla era todavía imposible; antes tenía que acostumbrarse a su
presencia en aquel salón que aunque grande era al tiempo limitado, porque la
música les había puesto cerco y se había convertido para ellos en una suerte de
prisión en la que ambos estaban destinados a permanecer cautivos hasta que el
pianista acabase de construir y mantener sus bóvedas de ruido.
¿Qué había tenido tiempo de ver en aquella breve ráfaga en que sus ojos se
encontraron hacía un minuto? Tan poco: sus ojos huidizos, sus pálidas mejillas, un
mechón de pelo negro, y también, como si fuera una actriz secundaria, creía haber
distinguido una serie de perlas o algo parecido rodeando su cuello. ¡Tan poco! Y sin
embargo, aquel esbozo descuidado, aquella imagen truncada ya, era su mujer, y
aquella fusión momentánea de resplandor y sombras la constituía desde aquel
momento en el único ser que llevaba su nombre.
¡Qué lejano parecía todo! Se había enamorado perdidamente de ella una noche de
bochorno, bajo un cielo desmayado, en la terraza del pabellón de tenis, y, un mes
más tarde, en su noche de bodas, llovió tanto que el ruido del agua les impedía
escuchar el mar. Qué felicidad fue aquélla. Felicidad —qué palabra tan húmeda, tan
similar a una lengua que te lame el cuerpo chapoteando sin cesar, qué palabra tan
viva, tan dócil, que sonríe y que llora por sí misma. Y la mañana siguiente: aquellas
hojas relucientes en el jardín, aquel mar casi silencioso, aquel mar lánguido,
lechoso, plateado.
Tenía que hacer algo con la colilla del cigarrillo. Volvió la cabeza y de nuevo el
corazón le dejó de latir. Alguien se había movido y su mujer había desaparecido casi
por completo tras aquel extraño, que sacaba un pañuelo tan blanco como la
muerte; pero el brazo de aquel extraño se movía de nuevo y ella reaparecería, en un
segundo reaparecería ante su vista. No, no soporto mirar. Hay un cenicero en el
piano.
La barrera de sonidos seguía su curso, potente, impenetrable. Las manos
espectrales en sus profundidades de laca seguían con sus contorsiones habituales.
«Seremos felices para siempre», ¡qué melodía, qué resplandor trémulo en aquellas
palabras! Ella era toda como de terciopelo y uno no quería sino abrazarla como
abrazaría. a un potrillo con las piernas dobladas. Abrazarla, envolverla. ¿Y luego,
qué? ¿Qué había que hacer para poseerla por completo? Amo tu hígado, tus
ríñones, tu sangre. Y ella le contestaba: «No seas desagradable». No vivían con gran
lujo, pero tampoco eran pobres, e iban a nadar al mar en cualquier época del año.
Las medusas, arrojadas por el mar a la playa de guijarros, temblaban con el viento.
Las rocas de Crimea brillaban con la espuma. En una ocasión vieron a unos pescadores que se llevaban el cuerpo de un ahogado; sus pies descalzos sobresalían por debajo de la manta y parecían sorprendidos.
La barca de Caronte, Sueño, Noche y Morfeo, por Luca Giordano
dos mortales consiguieron cruzar el Aqueronte . Uno fue Orfeo, quien con sus cantos encantó a Caronte y a Cerbero para rescatar a su amada, Eurídice, del inframundo. La otra fue Psique, que por órdenes de Afrodita tuvo que bajar al infierno en busca de un frasco de agua de Juvencia.
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