viernes, enero 19, 2007

BARAJA

James Joyce Ulises pag.337

esos descastados. No han dado en el clavo en su vida. ¡La cabeza erguida! ¡Mantén el pabellón bien alto! Un águila gules volante en campo de argén exployada. ¡Rey de armas del Ulster! ¡Aleop! (hace la llamada del sabueso, dándole a la lengua) ¡Bullbull! ¡Bullibulli! ¡Ey, chico!

(Las frondas y espacios del papel de la pared enfilan rápidamente campo a través. Una zorra corpulenta, sacada de su cobijo, la cola en punta, tras haber enterrado a su abuela, corre veloz hacia el campo abierto, ojos–brillantes, rastreando el hoyo del tejón, bajo las hojas. La jauría de perros de caza le sigue, la nariz al suelo, husmeando la presa, sabuesiaulfando, bullibullendo por probar la sangre. Cazadoresy cazadoras de la Ward Union reavivados en ellos, arden en deseos de matar. Desde la Punta de las Seis Millas, Casallana, la Piedra de las Nueve Millas les sigue la gente de a pie con palos nudosos, horcas, fisgas para salmones, lazos, ganaderos de ovejas con zurriagos, tramperos de osos con tantane, toreadores con estoques, negros grises ondeando antorchas. Elgentío de jugadores de dados vocifera, jugadores de cubilete, tahúres, fulleros. Acechadoresyganchos, roncos corredores de apuestas con chisteras de brujo clamorean ensordecedoramente.)

EL GENTÍO

¡Programa de las carreras de caballos. ¡Programa de las carreras!

¡Diez a uno el resto!

¡Hagan sus apuestas aquí! ¡Hagan sus apuestas!

¡Diez a uno menos uno! ¡Diez a uno menos uno!

¡Prueben suerte en la ruleta de los caballitos!

¡Diez a uno menos uno!

¡Voy hasta las 500 libras, chicos! ¡Voy hasta las 500 libras!

¡Doy diez a uno!

¡Diez a uno menos uno!

(Un caballo del montón, sin jinete, cual aparición pasa como un rayo el poste de llegada, la melena lunaespumante, los globos de los ojos estrellas. Los demás le siguen, un puñado de cabalgaduras corcoveantes. Caballos esqueléticos, Cetro, Máximo Segundo, Zinfande~ Shotover del duque de Westminster Repulse, Ceylon del duque de Beaufort, prix de Paris. Enanos los cabalgan, con armaduras herrumbrosas, botando, botando en sus, en sus monturas. El último en un cernidillo de lluvia sobre un penco amariZclaro sin resuello, Gallo del Norte, elfavorito, gorra melada, chaqueta verde, mangas naran)as, Garrett Deasy encima, empuña las rienda, un palo de hockey listo. El penco de patas blancoempolainadas con esparavanes trota por el camino rocoso.)

LAS LOGIAS DE ORANGE

(burlonas) Bájese y empuje, hombre. ¡Última vuelta! ¡Llegará a casa por la noche!

GARRETT DEASY

(Bien erguido, la arañada cara emplastada con sellos de correo, blande el palo de hockey, los Ojos azules centelleando en el prisma de la lucerna mientras su cabalgadura pasa a galope de doma); Per vias rectas!

(Una brida de cubos le rodea cual leopardoy a su penco que se encabrita con un torrente de caldo de cordero con monedas danzarinas de zanahorias, cebada, cebollas, nabos, patatas.)

LAS LOGIAS VERDES

¡Día metido en agua, Sir John! ¡Día metido en agua, su señoría!

Hennig Mankell Antes de que hiele 337-336=1

Las ideas se precipitaban en su mente como si de una lluvia de agujas candentes se tratase. El dolor era casi insoportable. Con el fin de conservar la calma, intentaba por todos los medios pensar con claridad. ¿Qué era lo que más lo atormentaba? En realidad, no necesitaba buscar la respuesta, pues la conocía. Era el miedo. El miedo a que Jim liberase a sus perros y los enviase en su busca, como si él fuese una presa temerosa que se hubiese dado a la fuga, lo cual, por otro lado, era cierto. Los perros de Jim eran lo que más le aterraba. Toda aquella larga noche del 18 al 19 de noviembre, cuando ya no le quedaban fuerzas para seguir corriendo, y fue a esconderse entre los restos medio podridos de un árbol abatido por el vendaval, la pasó creyendo oír cómo se aproximaban los perros.

«Jim nunca permite que nadie se escape», se dijo. «El hombre al que yo opté por seguir un día, porque parecía lleno de un amor divino e infinito, ha resultado ser muy distinto. De un modo del todo imperceptible, ha cambiado su apariencia por la de su sombra, o por la de ese diablo sobre el que predicaba y del que solía prevenimos, ese demonio egocéntrico que nos impide servir a Dios con veneración y obediencia. Así, lo que yo creía que era amor se ha transformado ahora en odio. Debería haberlo comprendido mucho antes. El propio Jim lo dejó muy claro, una y otra vez. Él nos reveló la verdad, pero no toda la verdad de una vez, sino poco a poco, sinuosamente. Y, sin embargo, ni yo ni los demás queríamos escuchar lo que oíamos, lo que se ocultaba bajo sus palabras. Es decir, que yo soy el único culpable, puesto que me negué a comprender. Cuando nos convocaba a sus prédicas o nos enviaba sus mensajes, no sólo nos hablaba de prepararnos espiritualmente antes de que llegase el Día del juicio... También nos advertía que debíamos estar dispuestos a morir en cualquier instante.»

Interrumpió sus reflexiones y, en la oscuridad, prestó atención a los ruidos. ¿No era el ladrido de los perros lo que se oía a lo lejos? No, los perros sólo existían en su interior, eran fruto de su propio miedo. En su cerebro desquiciado por el terror, regresó a lo sucedido en Jonestown. Tenía que comprenderlo. Jim había sido su guía, su pastor. Ellos lo habían seguido durante el éxodo desde California, cuando ya no podían hacer frente a la persecución a que las instituciones y los medios de comunicación los sometían constantemente. En Guyana podrían hacer realidad su sueño de una vida en libertad, en unión con Dios, con la comunidad y con la naturaleza. Y, de hecho, al principio, todo fue saliendo como Jim había predicho. Se decían que, en verdad, habían hallado su paraíso. Sin embargo, algo les atemorizaba. ¿Y si no podían ver realizado su sueño en Guyana? ¿No estarían expuestos allí a las mismas amenazas que en California? Cabía la posibilidad de que se viesen obligados a dejar no sólo un país, sino la vida misma para que, en comunión con Dios, gozasen de la existencia que se habían prometido los unos a los otros. «He visto a través de mis propios pensamientos», dijo Jim un día. «He visto más lejos de lo que nunca vi. El Día del juicio está próximo. Si no queremos ser arrastrados por la horrenda corriente devastadora, tal vez debamos morir. Tan sólo si morimos podremos sobrevivir.»

Jose Saramago Intermitencias de la Muerte 274 pags.-337-274=63

A las veinte horas y cin­cuenta y cinco minutos el director general entró en el estudio, le entregó al presentador la carpeta con el comunicado del gobierno y se sentó en el lugar que le estaba destinado. Atraídas por lo insólito de la situación, la noticia, como era de esperar, había cir­culado, había en el estudio muchas más personas de lo que era habitual. El realizador ordenó silen­cio. A las veintiuna horas exactas surgió, acompa­ñada por su inconfundible sintonía, la fulgurante cabecera del telediario, una variada y velocísima se­cuencia de imágenes con las que se pretendía con­vencer al telespectador de que aquella televisión, a su servicio veinticuatro horas al día, estaba, como antiguamente se decía de la divinidad, en todas par­tes y a todas partes mandaba noticias. En el mismo instante en que el presentador acabó de leer el co­municado del gobierno, la cámara número dos pu­so al director general en la pantalla

W.G.Sebald Los Anillos de Saturno 97pags.(97*3=291) 337-291=46.

. En definitiva, las negociaciones fracasaron probablemente a causa de la absoluta incomprensión, que ningún intérprete hubiera sido capaz de franquear, con la que se enfrentaron los emisarios que vivían en mundos conceptuales radicalmente distintos. Si desde el lado británico y francés se veía la paz que había de obtenerse como la primera etapa en la colonización de un imperio fatigado, ileso, con mucho, de los adelantos espirituales y materiales de la civilización, los emisarios del emperador, por su parte, se esforzaban por hacer patente a los extranjeros, aparentemente en modo alguno familiarizados con las costumbres chinas, la obligación en que se hallaban los embajadores de los estados satélite tributarios frente al hijo del cielo. Finalmente, no quedaba más que remontar el Pai-ho con cañoneros y avanzar al mismo tiempo por tierra hacia Pekín. El emperador Hsien-feng, de una salud extremadamente débil y aquejado de hidropesía a pesar de su corta edad, eludió la inminente confrontación poniéndose en camino el 22 de septiembre hacia su refugio en Jehol, al otro lado de la gran muralla, en medio de un bullicio desordenado de eunucos de la corte, mulos, carretas de equipaje, palanquines y sillas de mano. La noticia transmitida a los comandantes del poder enemigo decía que su majestad el emperador estaba sujeto, según la ley, a entregarse al ejercicio de la caza en otoño. Por su parte, en un estado de indecisión sobre la futura forma de proceder, parece que, a comienzos del mes de octubre, las tropas aliadas se encontraron casualmente con el jardín encantado de Yuan Ming Yuan, situado en las cercanías de Pekín y provisto de un sinnúmero de palacios, pabellones, galerías, fantásticos cenadores, templos y torres, en cuyas pendientes de montañas artificiales, entre declives y pequeños bosques, pastaban ciervos con cornamentas fabulosas y donde toda la incomprensible magnificencia de la naturaleza y de las maravillas que la mano humana había incorporado en ella se reflejaba en las aguas oscuras, que no movía ni el más leve soplo de aire. La terrible destrucción que, burlando la disciplina militar y en general todo raciocinio, se llevó a cabo en el legendario jardín durante los días siguientes es únicamente comprensible en parte como una consecuencia de la rabia por la decisión que se aplazaba una y otra vez.

GORE VIDAL CREACION PAG.337

—Estoy resignado —dijo—. Soy como el jarrón del duque Tan en el templo de los antepasados. ¿Lo has visto? —Cuando respondí negativamente, me dijo que el duque mismo había colocado allí ese jarrón en el momento de la fundación de Lu—. Cuando está vacío, se mantiene erguido y es muy hermoso. Pero cuando se lo llena, se inclina hacia un lado y vuelca todo su contenido en el suelo, lo cual no es hermoso. Pues bien: yo soy ese jarrón vacío. No puedo llenarme de gloria y poder, pero me mantengo erguido.

Finalmente, a la sombra de los antiguos altares de la lluvia, Confucio me dio el abrazo —ritual, ¿cómo podía ser de otro modo?— de un padre cuando despide a un hijo al que no ha de volver a ver. Mientras me alejaba, mis ojos estaban cegados por las lágrimas. No comprendo el motivo. No creo lo que él creía. Sin embargo, me parecía un ser absolutamente bueno. Y ciertamente no he encontrado, en mis viajes, una persona que pueda compararse con él.

HENNING MANKELL ASESINOS SIN ROSTRO 139pags.(139*2=278) 337-278=59

—Esto no es nada divertido —contestó Rydberg sombríamente.

—¿Quién ha dicho que el trabajo policial tenga que ser divertido?

Pero Rydberg había hecho un trabajo minucioso, tal y como Wallander había augurado. Sobre un mapa, los diferentes campos estaban marcados con un círculo y Rydberg había hecho un pequeño informe de cada uno de ellos. De momento sugería como primera medida que las patrullas nocturnas los visitaran regularmente según un horario muy ingenioso.

—Bien —dijo Kurt Wallander—. Vigila que las patrullas se enteren de que esto es serio.

Le hizo un resumen a Rydberg de la visita a Kristianstad. Luego se levantó de la silla.

—Me voy a casa —dijo.

—Tienes mala cara.

—Estoy pillando un resfriado. Pero ahora todo irá sobre ruedas, ¿no?

Se fue directo a casa, se hizo un té y se metió en la cama. Al despertarse unas horas más tarde, la taza de té estaba todavía sin tocar al lado de la cama. Eran las siete menos cuarto. Dormir le hacía sentirse un poco mejor. Tiró el té frío y preparó un café. Luego llamó a su padre.

Kurt Wallander comprendió enseguida que su padre no había oído hablar del incendio nocturno.

—¿No íbamos a jugar a cartas? —preguntó el padre con rabia.

—Estoy enfermo —respondió Kurt Wallander.

VLADIMIR NABOKOV CUENTOS COMPLETOS pag.337

Durante todos aquellos años habían perdido el contacto. Serafim no sabía absolutamente nada de su hermano, y Lev apenas sabía algo de Serafim. Un par de veces Lev había visto el nombre de Serafim a través de la pantalla de humo gris de los periódicos soviéticos que repasaba en la biblioteca. «Y de la misma manera en que el requisito fundamental de la industrialización», declamaba Serafim, «es la consolidación de los elementos socialistas de nuestro sistema económico, el progreso radical de nuestros pueblos se presenta como uno de nuestros más inmediatos y fundamentales objetivos».

Lev, que había terminado sus estudios con un retraso considerable aunque comprensible en la Universidad de Praga (su tesis versaba sobre las influencias eslavas en la literatura rusa), buscaba fortuna en Berlín, sin conseguir nunca decidir dónde estribaba la misma: si en una serie de chapuzas, como le aconsejaba Leshcheyev, o en dedicarse al oficio de impresor, como le sugería Fuchs.

WOLE SOYINKA EL HOMBRE HA MUERTO 169pags,(169*2=338-337=1

Seinde Arigbede no murió. En el cumplimiento de sus deberes como médico, sin embargo, fue atrapa­do por la violencia desatada contra los ciudadanos de Ondo por el Estado nigeriano después de las discutidas elecciones de 1983 y estuvo a punto de morir. El re­lato de un testigo presencial que consiguió escapar con vida de unos ejercicios de «pacificación» llevados a cabo por la sección Fuerza Especial de Campo de la policía nigeriana fue publicado por The Guardian (Ni­geria) el 24 de septiembre de 1983. The Guardian es un periódico independiente que ha conseguido una reputación por sus informaciones cuidadosamente com­probadas y sin un ápice de histeria.

Las circunstancias hubieran abrumado hasta a un Franz Kafka, aun sin la degradación física que con­llevaron. Sin creer del todo que lo que le pasaba fuera real, el doctor Arigbede fue llevado a una celda vacía donde le colgaron por las muñecas, columpiándole, los pies sin tocar el suelo, sujeto a unos ganchos sujetos al techo. Entre palizas y otras formas de tortura le preguntaban constantemente: ¿Dónde está el campo de entrenamiento? Durante aquella prueba oyó los gritos de otras personas sometidas a un trato todavía peor como descubriría luegoen sus celdas. ¡Tuvo que reconocer que, al contrario de lo que les pasó a otros, no sufrió la agonía de que le metieran por el pene palmitos de escoba!

FRANCISCO UMBRAL EL CESAR VISIONARIO 121*3=363-337=26

Agustín de Foxá, gordo y dandi al mismo tiempo, cínico y patriota, contradictorio y

brillante, lee. cada noche, en la tertulia del café, un capítulo de la novela que está

escribiendo, Madrid de corte a checa. Con su triple facundia de gordo, de diplomático y

de bebedor, esta noche ha invitado a la otra tertulia (a la otra España), la de «los

maestrillos», a fundirse con su auditorio. Hay coñac Napoleón para todos. Los

republicanos y los laínes se dan la mano con timidez recíproca (más tímidos los

vencedores que los vencidos, naturalmente), y los espejos del café recogen algo as(

como un Cuadro de las Lanzas hecho por Gutiérrez Solana.

Daniel Lozoya piensa si él y su grupo están empezando a corromperse: han

cambiado su coñac de garrafa por el Napoleón de los vencedores (provisionales) y van

a escuchar la prosa brillante y decadente de un fascista, un estilo que, por otra parte,

ya conocen. Así se lo dice, en voz baja, al de al lado:

-No te preocupes -le contesta el otro-. En cuanto ganemos la guerra les invitamos

nosotros á ellos, Siempre paga el que gana Y el que lee, claro.

La tertulia se ha hecho enorme. Aquello es toda una velada literaria. Los otros

habituales del café se van yendo a casa, salvo algún curioso que se queda solo con su

copa, escuchando de lejos. La novela es una buena crónica de los amenes de Alfonso

XIII y la llegada de la República, en lo que Foxá lleva escrito. Presenta una República

de resentidos, pero también con los señoritos del tiro de pichón se le escapa alguna

ironía wildeana, ya que la ironía es la avena loca de su estilo, lo mejor de su prosa.

Leído el capítulo de esta noche, hay un silencio incómodo en el auditorio. Los

invitados, naturalmente, no quieren ser los primeros en opinar. En cuanto a los

camaradas de Foxá, se lo están pensando. Es el propio Foxá quien, doblando las

cuartillas y volviendo al coñac del optimismo (se diría que es él quien le comunica

optimismo al coñac, y no al revés), resuelve el silencio con una despreocupada

autocrítica:

-Sí, ya sé que al principio suena un poco a Valle-Inclán.

Y entonces se amaga Torrente Ballester, el crítico profesional de su grupo, lleno de

ironía galaica y mala leche de creador prematuramente frustrado:

-Es un Ruedo Ibérico de derechas.

-Somos de derechas, con perdón de estos señores -dice Foxá, y se vuelve a los

maestrillos, sirviéndoles más coñac.

-Luego -se asegunda Torrente- la crónica puede sobre la novela. La trama parece

endeble.

-Sí, para Valle-Inclán ya sé que me sobra un brazo.

-El derecho -ha dicho Daniel Lozoya, con sorpresa de su propia voz.

El grupo falangista sonríe. Los amigos de Lózoya fuman concienzudamente o sufren

una repentina sed de alcohol. La frase, corta y latigante, ha estirado el clima hasta

ponerlo peligroso.

Pero Lozoya, con resabios vascos en su sangre, acude a la llamada roja del alcohol,

y el napoleón, tanto tiempo añorado, hace una llama azul y violenta en sus ojos

pequeños, inteligentes e inesperados:

-Ya el título es tendencioso. Madrid, hoy, no es una checa, sino una ciudád que está

luchando heroicamente por...

JOSEPH ROTH LOS CIEN DIAS 337-283=54

J O S E P H R O T H

54

solemnidad le parecía tan vacía como su soledad. Tenía la

impresión de hallarse sobre un aparato extraño y ridículo, a

la vez que sobre un tronco o unos zancos. Su uniforme le

parecía un disfraz, la gente allí reunida, un público de

curiosos; los dignatarios y él mismo, los actores. Tenía

costumbre de hablar en medio de sus tropas, vestido con su

uniforme de diario; de sentir el aliento de los hombres, el

olor familiar a sudor y tabaco que exhalaban los soldados, el

fuerte olor del cuero y la agria pomada de las botas. Pero

ahora, estaba lejos de estos contactos, pobre y grande, vacío

y disfrazado, abandonado bajo el sol abrasador. Sentía llevar

una pesada carga; hasta las livianas plumas de su sombrero le

parecían de plomo, algo inútil y estúpido. De repente se

descubrió echando a un lado el sombrero. Entonces todos

pudieron ver su cabello oscuro y reluciente. Luego sacudió

con vehemencia la rapa de sus hombros, apareciendo en su

uniforme familiar, así como estaba reproducido en platos y

cuchillos y en los miles de lienzos que adornaban las paredes

de las casas y viviendas de muchos países. Entonces volvió a

hablar con su antigua voz, magnética y querida. "Soldados,

hermanos en la vida y ante la muerte, camaradas en las

victorias...»Reinaba un profundo silencio. La voz del

Emperador retumbaba en el aire caliente. Los diputados y

los dignatarios ya no escuchaban, anhelaban solamente un

poco de sombra.

Y el pueblo y los soldado estaban demasiado lejos: sólo

comprendían una palabra de cada tres. Pero al menos lo

velan en la actitud en lo que lo amaban, y por eso gritaban:

«¡Viva el Emperador!»

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