VLADIMIR NABOKOV- Cuentos completos 711
La música se aceleró, creció en volumen y se interrumpió con estrépito. Todo se
detuvo. Y entonces estalló el aplauso, pidiendo más de lo mismo. Pero los músicos
habían decidido tomarse un descanso.
Kern sacó un pañuelo de la manga y se limpió el sudor, antes de seguir a Isabel,
quien, con un leve golpe de su abanico negro, se dirigía ya hacia la puerta. Se
sentaron uno junto a otro en unas grandes escaleras.
Sin mirarle, ella le dijo:
—Lo siento... tenía la sensación de que todavía estaba entre la nieve y las estrellas.
Ni siquiera me di cuenta de si bailaba bien.
Kern la miró como si no la oyera, como si de verdad ella estuviera inmersa en sus
brillantes pensamientos, pensamientos desconocidos para él.
Unos escalones más abajo, un joven vestido con una chaqueta muy estrecha
descansaba acompañado de una joven muy delgada con una marca de nacimiento
en la espalda. Cuando la música volvió a sonar de nuevo, el joven invitó a Isabel a
bailar un Boston. Kern tuvo que bailar con la joven flaca. Olía a lavanda ligeramente
amarga. En el salón de baile los remolinos de serpentinas de colores se enredaban
en torno a los bailarines. Uno de los músicos llevaba un bigote blanco, postizo y, por
alguna razón, Kern sintió vergüenza ajena. Cuando acabó aquella pieza, abandonó a
su pareja y se fue corriendo en busca de Isabel. No estaba por ninguna parte... ni en
el bufé, ni en la escalera.
Claro, ya era hora de irse a dormir, pensó Kern conciso.
De nuevo en su habitación retiró la cubierta de la cama antes de acostarse y, sin
pensar, se puso a contemplar la noche. Las ventanas se reflejaban en la oscuridad de
la nieve delante del hotel. En la distancia, las cumbres metálicas flotaban en un
resplandor fúnebre.
Tuvo la sensación de que había estado contemplando la muerte. Cerró las cortinas
de tal modo que no pudiera entrar ni el más mínimo rayo de la noche en la
habitación. Pero cuando apagó la luz y se tumbó, notó un destello en el filo de un
estante de cristal. Se levantó y se entretuvo arreglando las cortinas junto a la
ventana, maldiciendo las salpicaduras de la luz de la luna. El suelo estaba frío como
el mármol.
Cuando por fin Kern se soltó el cordón del pijama y cerró los ojos, las laderas y
pendientes empezaron a desfilar vertiginosas bajo sus pies. En su corazón comenzó
un golpeteo intenso, como si a lo largo del día se hubiera esforzado en silenciarlo y
ahora quisiera aprovecharse del silencio reinante. Empezó a asustarse a medida que
escuchaba este golpeteo. Se acordó de cómo, hace mucho tiempo, en un día de
mucho viento, al pasar con su mujer por delante de una carnicería, una res muerta
se balanceó en su gancho golpeando en la pared con un ruido sordo
JAMES JOYCE-ULISES 711
—La voluntad de vivir —filosofó Juan
Eglinton —para la pobre Ana, la viuda de Will,
es la voluntad para morir.
—¡Requiescat! —oró Buck Mulligan.
¿Qué hay de toda la voluntad de
hacer?
Se ha desvanecido hace mucho...
Aun cuando usted demuestre que una
cama en esos días era tan rara cómo ahora un
automóvil, y que sus tallas eran la maravilla de
siete parroquias, la reina persuadida lo mismo
yace en completa rigidez en esa cama de
segundo orden. En la vejez se le da por los
misioneros (uno paró en New Place y bebió un cuarto de galón de vino generoso que el pueblo
pagó, pero en qué cama durmió conviene no
preguntar) y supo que ella tenía un alma. Leyó o
se hizo leer sus libros divulgadores, que prefería
a Las alegres comadres, soltando sus aguas
nocturnas en el orinal meditó en Broche para los
pantalones de creyentes y La caja de rapé más
espiritual para hacer estornudar a las almas
más devotas. Venus ha torcido sus labios en la
plegaria. Mordedura ancestral de lo
inconsciente
JUAN MARSÉ
CALIGRAFÍA DE LOS SUEÑOS 560711-560=151
salvó el pellejo después de no sé cuántas
operaciones en la mollera, y cuando salió del
hospital tenía menos cerebro que una cucaracha. La
bala le mordió el lóbulo izquierdo del cerebro y lo
dejó lelo. Decía incoherencias, iba mamado todo el
día y se caía por la calle. Su madre, una viuda de la
guerra que vive sola en Badalona, y que lo odia
desde que se hizo falangista, no quiso ni verlo. Tal
vez él mismo se buscó esa bala, tal vez esa bala
siempre estuvo en la recámara, esperándole,
incluso cuando usó la culata para clavar la placa del
Sagrado Corazón en la puerta de su casa. En
cualquier caso, seguro que su gentuza se haría
algunas preguntas... ¿Fue su mano la que metió la
bala en la recámara? Las carga el diablo, siempre
se ha dicho, pero ¡Virgen Santísima!, ¿es que
también carga las armas de nuestros heroicos
cruzados? ¿También nuestras armas, bendecidas
por los obispos, las carga el Maligno?
—No era su pistola reglamentaria —añade el
Matarratas—. Era una Welther del 6,35 que se trajo
de Alemania. Pero el dedo que apretó ese gatillo no
era el suyo, era el nuestro
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