martes, julio 10, 2012

EL GUARDIAN DE LOS TOMATES

     2012-07-06 10.55.52 

          

   

Markus Zusak La ladrona de libros  168

El intercambio de pesadillas

Max Vandenburg prometió que no volvería a dormir en el cuarto de Liesel. ¿En qué estaría pensando la noche que llegó? La sola idea lo martirizaba.

Reflexionó y concluyó que únicamente el desconcierto que arrastraba aquella noche lo había animado a tomarse tal libertad. Por lo que a él respectaba, el sótano era el único lugar que merecía. Qué más daba el frío y la soledad. Era judío, y si algún lugar le estaba destinado ese era un sótano o cualquier otro rincón escondido donde sobrevivir.

—Lo siento —admitió ante Hans y Rosa, en los escalones del sótano—. De ahora en adelante me quedaré aquí abajo. No me oirán. No haré ruido.

Hans y Rosa, ambos sumidos en la desesperación por el aprieto en que se encontraban, no protestaron, ni siquiera conscientes del frío que hacía allí abajo. Vaciaron los armarios de mantas y llenaron la lámpara de queroseno. Rosa confesó que la comida tal vez escaseara, ante lo que Max le suplicó que le llevara sólo las sobras, y únicamente cuando nadie más las quisiera.

 

 

VLADIMIR NABOKOV-LOLITA 168

El soleado mediodía
era todo ojos. Mientras me acercaba en mi automóvil enlodado, podía distinguir
destellos de agua plateada entre los pinos lejanos. Viré hacia el cementerio y
caminé entre los monumentos de piedra largos y bajos. Bonzhur, Charlotte. En
algunas tumbas había pequeños pabellones nacionales pálidos y transparentes,
clavados en el aire sin viento, bajo las siemprevivas. Vaya, Ed, qué mala suerte
la tuya –me refiero a G. Edward Grammar, gerente de una oficina de Nueva
York, de treinta y cinco años, acusado por entonces de haber asesinado a su
mujer, Dorothy, de treinta y tres años–. Ed planeó el crimen perfecto: aporreó a

su mujer y la metió en un automóvil. La cosa se descubrió cuando dos policías
patrulleros del distrito vieron el enorme y flamante Chrysler azul de la señora
Grammar –regalo de cumpleaños de su marido– que bajaba a velocidad
fantástica de una colina, precisamente en la jurisdicción de los policías. (¡Dios
bendiga a nuestros buenos polizontes!) El automóvil rozó un poste, subió un
terraplén cubierto de cincoenramas, enredaderas y frambuesas silvestres, y
volcó. Las ruedas aún giraban silenciosas en el resplandor del sol cuando los
policías sacaron el cuerpo de la señora G. Al principio lo tomaron por un
accidente común. Pero, ay, el cuerpo magullado de la mujer no se avenía con los
daños insignificantes del automóvil. Yo fui más hábil.
Reanudé la marcha. Era curioso ver de nuevo la esbelta iglesia blanca, los
enormes álamos. Olvidando que en una calle suburbana de los Estados Unidos un
peatón solitario es más conspicuo que un conductor solitario, dejé el automóvil
en la avenida para caminar libremente hasta el 342 de la calle Lawn. Antes del
derramamiento de sangre, merecía cierto alivio, un espasmo catártico de
regurgitación mental. Las blancas persianas de la mansión de Junk22 estaban
cerradas, y alguien había atado una cinta de terciopelo negra, sin duda
encontrada en la calle, al letrero blanco, inclinado hacia la calle, que decía EN
VENTA. Ningún perro ladró. Ningún jardinero telefoneó. Ninguna señorita Vecina
estaba sentada en la galería con enredaderas, donde –para gran confusión del
solitario peatón– dos mujeres jóvenes, con idénticas colas de caballo e idénticos
delantales moteados, dejaron de hacer lo que estaban haciendo para mirarlo: la
señorita Vecina debía haber muerto mucho antes y ésas serían sus sobrinas
gemelas de Filadelfia.

¿Entraría en mi antigua casa? Como en un cuento de Turguenev, un
torrente de música italiana llegó desde una ventana abierta: ¿qué alma
romántica tocaba el piano donde ningún piano se había zambullido ni chapaleado
en aquel domingo hechizado con el sol sobre sus piernas doradas? De pronto
advertí desde el césped sobre el cual me había detenido, una nínfula de nueve o
diez años (piel dorada, pelo castaño, pantalones cortos blancos), que me miraba
con extática fascinación en sus grandes ojos de color azul-negro. Dije algo
agradable, inocente, un cumplido europeo, qué bonitos ojos tienes, pero la niña
se retiró a toda prisa y la música cesó de repente. Un hombre moreno de aire
violento, brillante de sudor, salió de la casa y me clavó los ojos. Estaba a punto
de identificarme cuando, como en medio de una pesadilla, tuve conciencia de mis
pantalones enlodados, de mi sweater mugriento y roto, de mi barbilla sin afeitar,
de mis ojos de vagabundo, inyectados de sangre... Sin decir una sola palabra,
me volví y rehice el camino. Una flor anémica parecida a un áster crecía en una
grieta de la acera que recordaba muy bien. Tras una serena resurrección, la
señorita Vecina apareció en su silla de ruedas, empujada por sus sobrinas, en la
galería, como si hubiera sido un escenario y yo el director de escena. Rogué que
no me llamara y me precipité hacia el automóvil. Qué callecita empinada. Qué
avenida profunda. Entre el limpiaparabrisas y el vidrio, un boleto rojo. Lo rompí
cuidadosamente en dos, tres, ocho pedazos.

 

Michel Houellebecq

Las partículas elementales  168

Sentado al volante, Walcott fumaba un Craven; la lluvia había mojado el parabrisas. Con su voz suave, discreta (pero cuya discreción no parecía en absoluto un signo de indiferencia), le preguntó: «¿Ha perdido a alguien?» Él le contó entonces la historia de Annabelle y de su final. Walcott escuchaba; de vez en cuando sacudía la cabeza o lanzaba un suspiro. Tras el relato se quedó callado, encendió y luego apagó otro cigarrillo, y al fin dijo: «Yo no soy irlandés. Nací en Cambridge, y creo que sigo siendo muy inglés. La gente suele decir que los ingleses han desarrollado sus cualidades de sangre fría y de reserva, y también una manera de enfrentarse con humor a los acontecimientos de la vida, incluidos los más trágicos. Es bastante

cierto, y una completa estupidez por su parte. El humor no nos salva; no sirve prácticamente para nada. Uno puede enfrentarse a los acontecimientos de la vida con humor durante años, a veces muchos años, y en algunos casos puede mantener una actitud humorística casi hasta el final; pero la vida siempre nos rompe el corazón. Por mucho valor, sangre fría y humor que uno acumule a lo largo de su vida, siempre acaba con el corazón destrozado. Y entonces uno deja de reírse. A fin de cuentas ya sólo quedan la soledad, el frío y el silencio. A fin de cuentas, sólo queda la muerte.»

Puso en marcha los limpiaparabrisas y arrancó. «Aquí hay mucha gente católica», continuó. «Bueno, las cosas están cambiando, Irlanda se moderniza. Muchas empresas de alta tecnología se han instalado aquí aprovechando las reducciones de los gravámenes sociales y de los impuestos; en esta región están Roche y Lilly. Y Microsoft, claro: todos los jóvenes de este país sueñan con trabajar en Microsoft. La gente va menos a misa, hay más libertad sexual que hace unos años, cada vez hay más discotecas y antidepresivos. En fin, el escenario clásico...»

Pasaban junto al lago. El sol surgió en medio de un banco de niebla, dibujando irisaciones resplandecientes en la superficie del agua.

Aun así», añadió Walcott, «el catolicismo sigue siendo muy fuerte. Por ejemplo, la mayoría de los técnicos del centro son católicos. Eso no me hace más fácil la relación con ellos. Son correctos, corteses, pero me consideran como alguien un poco aparte, con quien no se puede hablar de verdad.»

El sol apareció del todo, formando un círculo de un blanco perfecto; también apareció todo el lago, bañado en luz.

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