JAMES JOYCE
ULISES 612
Me gustarían también unas cuantas
aceitunas, si las tuviera. Las prefiero italianas.
Buen vaso de borgoña; saca eso, lubrica. Una
linda ensalada, fresca como un pepino. Tomás
Kernan sabe aderezar una ensalada. Le da
gusto. Aceite puro de oliva. Milly me sirvió esa
chuleta con una ramita de perejil. Tomar una
cebolla española. Dios hizo el alimento, el diablo
el condimento. Cangrejos al infierno.
—¿La señora bien?
—Muy bien, gracias... Un sandwich de
queso, entonces, ¿Gorgonzola, tiene?
—Sí, señor.
Nosey Flynn sorbía su grog.
—¿Canta siempre?
Mira su boca. Podría silbar en su propia
oreja. Orejas grandes y gachas haciendo juego.
Música. Sabe tanto de eso como mi cochero. Sin embargo mejor decirle. No hace daño. Aviso gratis
—Está comprometida para una gran gira
a fin de mes. Quizá usted haya oído algo.
—No. Así se hacen las cosas. ¿Quién la
prepara?
El mozo sirvió.
—¿Cuánto es eso?
—Siete peniques, señor... gracias, señor.
El señor Bloom cortó su sandwich en tiras
delgadas. El reverendo señor Cornegio. Más
fácil que esas preparaciones. Crema de Sueño.
Sus quinientas esposas. No tenían por qué estar
celosas.
MIGUEL DE CERVANTES QUIJOTE 612
Tendiéronse en el suelo, y, haciendo manteles de las yerbas, pusieron sobre
ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamón, que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron asimismo un
manjar negro que dicen que se llama cabial, y es hecho de huevos de pescados,
gran despertador de la colambre. No faltaron aceitunas, aunque secas y
sin adobo alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que más campeó en
el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que cada uno sacó la
suya de su alforja; hasta el buen Ricote, que se había transformado de morisco
en alemán o en tudesco, sacó la suya, que en grandeza podía competir con
las cinco.
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 612
Finalmente la pianista la detuvo en el
pasillo tirando de la punta del chal y los otros oyeron cómo le gritaba que nadie,
nadie, entérese bien, se va a quedar a almorzar. Y entonces Eugenia Isakovna sacó
los cuchillos de fruta, dispuso las gaufrettes en un pequeño frasco de cristal, los
bombones en otro... La hicieron sentar prácticamente a la fuerza. Los Chernobylskis,
su inquilina y una tal señorita Osipov, que para entonces había conseguido aparecer
en la casa —una criatura diminuta, casi un duende—, todos ellos se sentaron
también a la mesa ovalada. De esta forma se consiguió al menos un cierto orden, un
cierto concierto.
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