lunes, diciembre 23, 2013

LAS GARRAPATAS DE LA NOCHE DICEN QUE SON MAS TRABAJADORAS QUE LAS HORMIGAS DE LA MAÑANA.

 

 

 

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JORGE LUIS BORGES
OBRAS COMPLETAS            112

Palermo era una despreocupada pobreza. La higuera oscurecía
sobre el tapial; los balconcitos de modesto destino daban a días
iguales; la perdida corneta del manisero exploraba el anochecer.
Sobre la humildad de las casas no era raro algún jarrón de mampostería,
coronado áridamente de tunas: planta siniestra que en
el dormir universal de las otras parece corresponder a una zona
de pesadilla, pero que es tan sufrida realmente y. vive en los terrenos
más ingratos y en el aire desierto, y la consideran distraídamente
un adorno. Había felicidades también: el arríate del
patio, el andar entonado del compadre, la balaustrada con espacios
de cielo.
El chorreado caballo verdinoso y su Garibaldi no deprimían
los Portones antiguos. (La dolencia es general: no queda plaza
que no esté padeciendo su guarango de bronce.) El Botánico, astillero
silencioso de árboles, patria de todos los paseos de la capital,
hacía esquina con la desmantelada plaza de tierra; no así el Jardín
Zoológico, que se llamaba entonces las fieras y estaba más al
norte. Ahora (olor a caramelo y a tigre) ocupa el lugar donde
alborotaron hace cíen años los Cuartos de Palermo. Sólo unas calles
—Serrano, Canning, Coronel— estaban ariscamente empedradas,
con intervención de trotadoras lisas para las chatas imponentes
como un desfile y para las rumbosas victorias.

DON QUIJOTE DE LA MANCHA    112

has de saber que esta noche me ha sucedido una de las más
extrañas aventuras que yo sabré encarecer; y, por contártela en breve, sabrás
que poco ha que a mí vino la hija del señor deste castillo, que es la más apuesta
y fermosa doncella que en gran parte de la tierra se puede hallar. ¿Qué te
podría decir del adorno de su persona? ¿Qué de su gallardo entendimiento?
¿Qué de otras cosas ocultas, que, por guardar la fe que debo a mi señora
Dulcinea del Toboso, dejaré pasar intactas y en silencio? Sólo te quiero decir
que, envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me había puesto en las
manos, o quizá (y esto es lo más cierto), que, como tengo dicho, es encantado
este castillo, al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos y amorosísimos
coloquios, sin que yo la viese ni supiese por donde venía, vino una mano pegada
a algún brazo de algún descomunal gigante y asentóme una puñada en las
quijadas, tal, que las tengo todas bañadas en sangre, y después me molió de
tal suerte que estoy peor que ayer cuando los gallegos, que, por demasías de
Rocinante, nos hicieron el agravio que sabes. Por donde conjeturo que el tesoro
de la fermosura desta doncella le debe de guardar algún encantado moro,
y no debe de ser para mí.

CANTO XXII  LA DIVINA COMEDIA  112

Caminábamos con los diez demonios,
¡fiera compaña!, mas en la taberna
con borrachos, con santos en la iglesia.
Mas a la pez volvía la mirada,
por ver lo que la bolsa contenía
y a la gente que adentro estaba ardiendo.
Cual los delfines hacen sus señales
con el arco del lomo al marinero,
que le preparan a que el leño salve,
por aliviar su pena, de este modo
enseñaban la espalda algunos de ellos,
escondiéndose en menos que hace el rayo.

Y como al borde del agua de un charco
hay renacuajos con el morro fuera,
con el tronco y las ancas escondidas,
se encontraban así los pecadores;
mas, como se acercaba Barbatiesa,
bajo el hervor volvieron a meterse.
Yo vi, y el corazón se me acongoja,
que uno esperaba, así como sucede
que una rana se queda y otra salta;
Y Arañaperros, que a su lado estaba,
le agarró por el pelo empegotado
y le sacó cual si fuese una nutria.
Ya de todos el nombre conocía,
pues lo aprendí cuando fueron nombrados,
y atento estuve cuando se llamaban.
«Ahora, Berrugas, puedes ya clavarle
los garfios en la espalda y desollarlo»
gritaban todos juntos los malditos

Graves, Robert El Vellocino de Oro    112

Fue Orfeo con su lira quien por fin condujo a los argonautas, tan poco dispuestos a marchar, hasta el
Argo, en la mañana del cuarto día. Los acompañaba una enorme multitud de mujeres y, una vez que
el navío estuvo a flote en unos cuantos pies de agua, todas intentaron entrar trepando por los
costados, con la intención de enfrentarse a los peligros del viaje al lado de sus amantes. Pero
Hércules, después de haber levantado las piedras que servían de anda, se encargó de echar al agua a todas las mujeres que habían logrado subir a bordo -unas veinte o treinta, que peleaban como linces.
No se percató de Ifinoe; estaba escondida bajo la vela doblada -pues sólo se estaban utilizando los remos hasta que el Argo estaba ya bien lejos y los lamentos de la costa ya no sonaban con tanta
fuerza en los oídos de los tripulantes. Entonces estornudó accidentalmente, señal de buen agüero para todos menos para ella. Hércules guardó su remo y en un abrir y cerrar de ojos ya la tenía en sus
manos. La lanzó por la borda, como un pez que el pescador lanza fuera de su red por no tener el color o la forma que busca. Cuando se puso a nadar hacia la costa, le gritó a Hilas:
-¡Hilas, cariño, recuérdame!
Hércules cogió una de las piedras del ancla y estaba a punto de tirársela, pero Hilas de pronto dio un alarido en su oído y él dejó la piedra en el suelo. Así pues, Ifinoe escapó a la muerte. Las dulces notas de la lira hacían avanzar el navío con movimiento rítmico, y la blanca estela crecía como la nata detrás de él.

 

 

 

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