Lolita
Vladimir Nabokov
Cuando volvió a acostarse,
en su abundante flujo de sueño –un instante antes dorado, ahora luna–, su brazo
me golpeó la cara. Durante un segundo la retuve. Se liberó de la sombra de mi
abrazo sin advertirlo, sin violencia, sin repulsa personal, sólo en el murmullo
neutro y quejoso de una niña que exige su descanso natural. Y la situación fue
otra vez la misma: Lolita con su espalda curvada vuelta hacia Humbert, Humbert
con la cabeza apoyada sobre su mano, ardiendo de deseo y dispepsia.
Yo necesitaba un viajecillo hasta el cuarto de baño en busca de un vaso de
agua –que es la mejor medicina que conozco para mi caso, salvo la leche con
rabanitos–. Y cuando regresé a la extraña atmósfera de pálidas franjas donde las
ropas viejas y nuevas de Lolita se reclinaban en diversas actitudes de
encantamiento sobre muebles.
Al primer vistazo, Joan comprendió que aquel era el lugar escogido por el Gran Capitán para dar la batalla al duque de Nemours. Se trataba de una colina no muy empinada en cuyas laderas crecían viñedos y que terminaba en una especie de foso natural.
—Cavad, cavad —los instaba Pedro Navarro—. Ampliad el foso si queréis vivir. Dentro de poco, la caballería pesada francesa caerá sobre nosotros.
—Estamos agotados —se lamentó Diego—. No puedo más.
—Tienes que cavar —le animó Joan—. El navarro está en lo cierto; si los gendarmes franceses consiguen franquear este foso, de poco nos valdrán mosquetes y espadas, y ni las picas de los lansquenetes alemanes los detendrán. Seremos arrasados. ¡Ánimo! ¡Tú también, Santiago!.
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