martes, junio 02, 2015

DÍAS DIFÍCILES DE OLVIDAR.


 
2 de junio  2  6  2015.


Lolita
Vladimir Nabokov

Un anuncio de
una revista pornográfica me llevó a la oficina de cierta mademoiselle Edith, que
empezó ofreciéndome la elección de un alma gemela en un álbum más bien sucio
(«regardez-moi cette belle brune!»): Cuando aparté el álbum y me las arreglé de
algún modo para soltar mi criminal anhelo, me miró como si hubiera estado a
punto de mostrarme la puerta. Sin embargo, después de preguntarme qué precio
estaba dispuesto a desembolsar, consintió en ponerme en contacto con una
persona qui pourrait arranger la chose. Al día siguiente, una mujer asmática,
groseramente pintada, gárrula, con olor a ajo, un acento provenzal casi burlesco
y bigote negro sobre los labios rojos, me llevó hasta el que parecía su propio
domicilio. Allí, después de juntar las puntas de sus dedos gordos y besárselas
para significar que su mercancía era un pimpollo delicioso, corrió teatralmente
una cortina, descubriendo lo que consideré como la parte del cuarto donde solía
dormir una familia numerosa y desaprensiva. En ese momento, sólo había allí
una muchacha de por lo menos quince años, monstruosamente gorda, cetrina,
de repulsiva fealdad, con trenzas espesas y lazos rojos, sentada en una silla
mientras mecía ficticiamente una muñeca calva. Cuando sacudí la cabeza y traté
de huir de la trampa, la mujer, hablando a todo trapo, empezó a levantar la
sucia camisa de lana sobre el joven torso de giganta. Después, viéndome
resuelto a marcharme, me pidió son argent. Entonces se abrió una puerta en el
extremo del cuarto y dos hombres que habían estado comiendo en la cocina se
sumaron a la gresca. Eran deformes, con los pescuezos al aire, morenos, y uno
de ellos usaba anteojos negros. A sus espaldas espiaban un muchachuelo y un
niño que andaban de puntillas, con las piernas torcidas y embarradas. Con la lógica insolente de las pesadillas, la enfurecida alcahueta señaló al de los
anteojos negros y dijo que había estado en la policía, lui, de modo que me
convenía hacer lo que se me había dicho. Me dirigí hacia Marie –ése era su
nombre estelar–, que por entonces había trasladado tranquilamente sus pesadas
ancas hasta un banquillo frente a la mesa de la cocina para seguir con la sopa
interrumpida, mientras el niño de puntillas recogía la muñeca. Con una oleada de
piedad que dramatizó mi ademán idiota, deslicé un billete en su mano
indiferente. Ella transfirió mi dádiva al exdetective, mientras se me permitía
retirarme.
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