Sandor Marai 53
«La vida está llena de obligaciones, la música también
hay que soportarla. No es de buena educación contradecir a las señoras.» La madre
ejecutaba la pieza con pasión: tocaban la Polonesa-Fantasía de Chopin. Era como si
todo se hubiese revuelto en el salón. El padre y el hijo sentían, sentados en sus
sillones en aquel rincón, en su espera paciente y disciplinada, que en los dos
cuerpos, en el cuerpo de Konrád y en el de la madre, estaba sucediendo algo. Era
como si la rebeldía de la música hubiese elevado los muebles, como si una fuerza
invisible hubiera movido las pesadas cortinas desde el otro lado de las ventanas; era
como si todo lo que había sido enterrado en los corazones humanos, todo lo
corrompido y descompuesto reviviera, como si en el corazón de cada uno se
escondiese un ritmo mortal que empezara a latir en un momento dado de la vida
con una fuerza inexorable. Los oyentes disciplinados comprendieron que la música
podía ser peligrosa. Los otros dos, la madre y Konrád, sentados al piano, no hacían
caso de los peligros. La Polonesa-Fantasía era tan sólo un pretexto para desatar en
el mundo unas fuerzas que todo lo mueven, que lo hacen estallar todo, todo lo que
la disciplina y el orden humanos intentan ocultar. Estaban sentados al piano, rígidos
y erguidos, con sus cuerpos tensos, ligeramente inclinados hacia atrás, como si la
música hiciera surcar los aires a unos invisibles corceles de fábula que arrastraran
una carroza ardiente, avanzando en medio de una tormenta, por encima del mundo,
galopando; y ellos dos parecían tener bien sujetas, con el cuerpo erguido y las
manos firmes, las riendas de aquellas fuerzas desatadas. De repente, la música
terminó con un golpe seco. Un rayo de sol crepuscular penetró por la ventana
abierta; en su halo luminoso bailaban unas motitas doradas de polvo, como si los
corceles celestiales de la música ya lejana hubiesen levantado el polvo del camino
del cielo que lleva a la nada y a la destrucción.
PAUL AUSTER
El Palacio de la Luna 53
El clarinete todavía estaba allí, guardado en su estuche junto a mi cama. Ahora
me avergüenza reconocerlo, pero casi caí en la tentación de venderlo. Peor aún, un día
llegué a llevarlo a una tienda de música para averiguar cuánto valía. Cuando vi que no
me darían por él lo suficiente para pagar un mes de alquiler, abandoné la idea. Pero ésa
fue la única razón que me evitó la indignidad de llevar a cabo la venta. Cuando pasó el
tiempo, comprendí lo cerca que había estado de cometer un pecado imperdonable. El
clarinete era mi último lazo con el tío Victor y por ser el último, porque no había más
rastros de él, llevaba dentro de sí toda la fuerza de su alma. Siempre que lo miraba
sentía esa fuerza en mi interior. Era algo a que agarrarme, una tabla de náufrago que me
mantenía a flote.
Varios días después de mi visita a la tienda de música, un desastre menor estuvo
a punto de ahogarme. Los dos huevos que iba a poner en un cacharro con agua para
hacerme mi comida diaria se me resbalaron de los dedos y se rompieron en -el suelo.
Eran los dos últimos huevos que tenía en casa y no pude remediar la sensación de que
esto era lo más cruel, lo más terrible que me había sucedido nunca. Los huevos se
estrellaron con un ruido desagradable. Recuerdo que me quedé allí parado viendo con
horror cómo rezumaban y se extendían por el suelo. Las claras translúcidas penetraron
en las grietas y de pronto había suciedad por todas partes, un lodo viscoso de baba y
cáscara. Una yema había sobrevivido milagrosamente a la caída, pero cuando me
agaché para recogerla, se me escapó de la cuchara y se partió. Me sentí como si hubiera
estallado una estrella, como si un gran sol hubiese muerto de repente. El amarillo se
extendió sobre la clara y luego empezó a girar en espiral, convirtiéndose en una inmensa
nebulosa, en un desecho de gases interestelares. Era demasiado para mí, la última e
imponderable gota. Cuando sucedió esto, me senté y me eché a llorar.
BUDA CARTER SCOTT 53
EL RUIDO DE LAS COSAS AL CAER J.G.VASQUEZ 53
YO,OTRO CRONICA DEL CAMBIO IMRE KERTÉSZ 53
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