JAMES JOYCE-ULISES pág 376
El señor Bloom volvía perezosamente las
páginas de Las tremendas revelaciones de
Marta Monk siguiendo a la Obra Maestra de
Aristóteles. Torcida impresión remendada.
Láminas: infantes hechos una pelota en vientres
rojos de sangre como hígados de vaca carneada.
Montones de ellos en esa forma en este
momento por todo el mundo. Todos topando con
sus cráneos para salir de ahí. Cada minuto nace
un niño en alguna parte. La señora Purefoy.
Dejó a un lado ambos libros y dio una
hojeada al tercero: Cuentos del Gheto por
Leopold von Sacher Masoch.
—Ése ya lo leí —dijo, haciéndolo a un
lado.
El vendedor hizo caer dos volúmenes
sobre el mostrador.
—Estos dos son buenos —dijo.
Las cebollas de su aliento llegaron a
través del mostrador desde la boca devastada.
Se agachó para hacer un montón con los otros
libros, los apretujó contra su chaleco
desprendido y los llevó detrás de la cortina
harapienta.
El señor Bloom, solo, miró los títulos. Las
Tiranas Rubias, de Jaime Abeduldeamor.
Conozco la calidad. ¿Lo tuvo? Sí.
Lo abrió. Ya me parecía.
Una voz de mujer detrás de la harapienta
cortina. Escuchemos: El hombre.
No: a ella no le gustaría mucho esto. Se lo
llevé una vez.
Leyó el otro título: Dulzura del pecado.
Más a propósito para ella. Veamos.
Leyó donde abrió su dedo.
Las ventanillas de su nariz se arquearon
olfateando presa. Ungüentos de pecho que se
derriten. (¡Para él! ¡Para Raúl!). Sudor de
sobacos oliendo a cebollas. Fangopegajosa cola
de pescado. (¡Las palpitantes redondeces de su
cuerpo!) ¡Siente! ¡Aprieta! ¡Aplastado! ¡Estiércol
sulfuroso de leones!
MIGUEL ANGEL ASTURIAS-TOROTUMBO pág 3 76
Del techo, entre mazorcas de maíz agarradas de las hojas como serafines de Maíz-dios y humo de incienso y pom quemados en braseros, simulando nubes, pendía Natividad Quintuche, que ya no era ella sino un angelito, sin que su madre la pudiera llorar por temor a volverle agua las alas, ni su padre y su padrino dejaran de rociar el rancho, machete en mano, dispuestos a medirse con el Diablo donde lo encontraran.
-¡Venado de cristal del aire -invocaban-, ayúdanos, pobrecita la muchachita, el diablo fue a quitar su plorcita!
-¡Di, por qué, Colibrí, no la perforaste tú con tu dardo de amor, de chupamiel, de picaflor! ¡Di por qué, Colibrí!
-¿Di, por qué, Zarespino, no la perforaste tú con una de tus espinas calcinantes? ¿Di, por qué, Zarespino?
Y éste fue el comienzo. Allí, aquella noche de sangre golpeada, de tierra golpeada, de agua golpeada, de fuego golpeado, empezó como un sueño, el baile de los estandartes verdes a lo largo de territorios de lagunas blancas. Bailaban con caras de pumas, jabalíes, dantas, monos, chacales, perros mudos. Sobresalían las aplastadas máscaras, sin mentón, de los pitones, y las cornamentas.
De los enmascarados toros bravos, en cientos, en miles de pezuñas bailando entre el polvo y el humo de la hogaza que soltaban los testuces. Bailaban, bailaban, bailaban. El Torotumbo extendía desde el rancho del Angelito que violó el Diablo y volaba al cielo, sus ríos de bailarines. Los que lo bailaban, todos los que se sentían toros lo bailaban, subían a saludar al Angelito y a pregonar su prosapia de muy hombres, de muy machos, de muy gallos, de muy toros, todos los que se sentían toros lo bailaban, toros toronegros, toros torobravos, toropintos, hijos de la vaca brava, nietos de la vaca pinta, toros torotumbos dispuestos a medirse con el Diablo. Bailaban, bailaban, bailaban... Este fue el comienzo. El golpe fue el comienzo. El golpe en el cuero, en la madera, en la piedra tundidos para acompañar el desdoblamiento de los bailarines que se movían a través ' de jaulas de cornamentas que ellos mismos se formaban con los brazos y de las que escapaban a saltos de pies tan diminutos que podían calzarse con ajíes. Bailaban, bailaban... Sudor de fiesta. Ríos de agua de caña. Zigzagueaban las calles, giraban las plazas, hormigueaba el aire y se oían los cohetes con ruido de meada de toro, ichessss, subir y estallar sobre los cielos cobalto. Bailaban, bailaban, bailaban... De pueblo en pueblo, el cuerpecito de la mujercita que violó el Diablo y volaba al cielo convertida en ángel, atraía más y más bailarines, y a sus vestiduras iban prendiendo listones de todos colores, escritos con los pedidos que le hacían a Dios las familias, las cofradías, los municipios, y que ella se encargaría de entregar en propias manos.
GEORGE ORWELL-LA MARCA- 133 págs 0 133*3=399-376=23
Ma Hla May tendría de veintidós a veintitrés años y su estatura era de unos cinco pies. Vestía un longyi de satén chino azul pálido bordado y un ingyi de muselina blanca almidonada, del cual pendían varios aros dorados. Su cabello formaba un apretado cilindro negro como el ébano, adornado con jazmines. Su pequeño y esbelto cuerpo ofrecía tan pocas redondeces como un bajo relieve. Era como una muñeca, y su rostro oval y tranquilo tenía el color del cobre reciente. De ojos estrechos y alargados, resultaba en conjunto una extraña muñeca de una belleza grotesca. Al entrar en el dormitorio, trajo con ella un intenso perfume a sándalo y aceite de coco.
Flory encendió un cigarrillo. En ocasiones como ésta, aquella mujer se le hacía inaguantable. Su único deseo era perderla de vista lo antes posible.
Ma Hla May estaba acariciando el hombro de Flory. Nunca había llegado a aprender el arte de dejarlo solo cuando él no la necesitaba. Creía que la lujuria era una forma de brujería que le daba a una mujer poderes mágicos sobre el hombre hasta que lo debilitaba y hacía de él un esclavo medio idiota. Cada contacto sucesivo minaba la voluntad de Flory y fortalecía el hechizo... Esto era lo que ella creía. Por eso empezó a insistirle y abrazó a Flory intentando volverlo hacia ella y besarlo en la cara, mientras le reprochaba su frialdad.
ROBERT GRAVES-LOS MITOS GRIEGOS- pág 376
Como se creía que el Viento Norte, que dobla los pinos, fertilizaba a
las mujeres, los animales y las plantas, se describe a «Pitiocantos» como
padre de Perígune, una diosa de los sembrados (véase 48.1). El apego de
sus descendientes a las esparragueras y los juncales indica que los cestos
sagrados que llevaban en las Tesmoforias estaban tejidos con esos materiales,
y, por tanto, prohibidos para el uso corriente. La Cerda Cromiona,
alias Fea, es la cerda blanca Deméter (véase 24.7 y 74.4), cuyo culto fue
suprimido muy pronto en el Peloponeso. El que Teseo emprendiera su viaje
sólo para matar a una cerda preocupaba a los mitógrafos: Higinio y Ovidio
la convierten en un jabalí, y Plutarco la describe como una mujer bandido
cuya conducta repugnante le mereció el apodo de «cerda». Pero aparece en
el mito gales primitivo como la Vieja Cerda Blanca, Hen Wen, atendida por
el porquerizo mago Coll ap Collfrewr, que introdujo el trigo y las abejas en
Britania; y al porquerizo mago de Deméter, Eubuleo, se le recordaba en el
Festival de las Tesmoforias en Eleusis, en el que cerdos vivos eran arrojados
a una sima en su honor. Sus restos putrefactos servían luego para fertilizar
el trigo para sembrar (Escoliasta sobre Diálogos entre prostitutas de
Luciano ii.l).
MIGUEL ANGEL ASTURIAS-LA AUDIENCIA DE LOS CONFINES-57 pags.0 57*7=366-376=23
El MAYORAL alcanza una silla para sentar al OBISPO, la que tiene más a la mano, y le ayuda a sacar de su pecho, de bajo la sotana morada, un frasco de sales. Hay un equívoco gracioso: el OBISPO en su aflicción, cree que la cruz de oro y rubíes que cuelga en su pecho es el frasco de sales, y la levanta para llevarla a su nariz, pero el MAYORAL lo evita, aplicándole a la ventana felpuda la boquita del cristal que ha de devolverle los sentidos y la calma.
VLADIMIR NABOKOV-DESESPERACION.70 PÁGS 70*6=430-376=54
Mi tema básico, la semejanza entre dos personas, posee una profunda significación simbólica. Esta notable semejanza física me llamó probablemente la atención (¡subconscientemente!) como promesa de ese ideal de igualdad consistente en unir a todo el pueblo en la futura sociedad sin clases; y al esforzarme por arrancarle toda su utilidad a un caso singular, estaba, aun siendo todavía ciego a las verdades sociales, realizando, no obstante, cierta función social.
Pues bien, verán ustedes, justo entonces, es decir a la hora exacta en la que se han detenido las manecillas de mi relato, también yo me detuve; y empecé a retozar, a perder el tiempo, de la misma manera que pierdo el tiempo y retozo ahora; me vi metido en el mismo tipo de enrevesados razonamientos que no tenían nada que ver con el asunto que me traía entre manos, y cuya hora prefijada se aproximaba a ritmo regular.
De modo que me dispuse, cómoda y hasta soñolientamente, a conducir con un dedo, despacito, a través de Berlín, por calles tranquilas, frías, susurrantes; y así seguí durante tiempo y tiempo, hasta que me apercibí de que había dejado Berlín atrás. Los colores del día estaban reducidos a sólo dos: el negro (la silueta de los árboles desnudos, el asfalto) y blancuzco (el cielo, las manchas de nieve). Y así procedió mi amodorrado transporte. Durante algún tiempo se balanceó ante mis ojos uno de esos grandes trapos feísimos que los camiones que transportan cosas largas y puntiagudas tienen la obligación de llevar colgando del extremo sobresaliente de la grupa; luego desapareció, tras haber tomado, presumiblemente, un desvío. Ni siquiera así aceleré en absoluto mi marcha. Un taxi salió velozmente de una calle lateral, se cruzó delante de mí, aplicó rechinantemente los frenos, y, debido a que la carretera estaba bastante resbaladiza, hizo un trompo grotesco. Yo me deslicé serenamente adelante, dejándole a un lado, como si estuviese dejándome arrastrar por la corriente. Más adelante, una mujer profundamente entristecida por el luto cruzó la calzada en línea oblicua, casi de espaldas a mí; yo no toqué la bocina ni alteré mi lento y regular avance, sino que pasé deslizándome apenas a cinco centímetros de su velo; ella no se dio cuenta de mi presencia, la presencia de un fantasma silencioso. Me adelantaban vehículos de todas las clases; durante un buen rato, un tranvía reptante me cerró el paso; y llegué a ver por el rabillo del ojo a los pasajeros, sentados como estúpidos cara a cara. Una o dos veces me metí en una calle mal adoquinada; y comenzaron a aparecer las gallinas; sus breves alas expandidas y sus largos cuellos bien estirados, esta o aquella ave de corral atravesaba la calle corriendo. Algo después me encontré conduciendo por una carretera interminable, que pasaba junto a rastrojeras con montones de nieve esparcidos aquí y allá; y en una localidad perfectamente desierta el coche pareció sumirse en un profundo sueño, como si pasara del azul al gris paloma, reduciendo poco a poco su velocidad hasta detenerse, y me quedé con la cabeza apoyada sobre el volante, víctima de un ataque de esquivas reflexiones. ¿En qué podía estar pensando? En nada, o en naderías; todo era laberíntico y yo estaba casi dormido, y en un semidesvanecimiento me puse a discutir conmigo mismo sobre algún absurdo, recordé una discusión sostenida una vez con alguien en el andén de una estación acerca de si vemos o no el sol en nuestros sueños, hasta que comencé a tener la sensación de que había mucha gente a mi alrededor, personas que hablaban todas con todas, y que luego se quedaban en silencio y se encargaban mutuamente recados sin importancia y se dispersaban sin hacer el menor ruido.
PHILIP ROTH-INDIGNACION—70págs 0 70*6=430-376=54
Al mismo tiempo, temía que el doctor Shildkret le dijera: «Tiene razón. La gente ya no sabe conducir. Yo mismo lo he observado. Hoy en día, montar en coche es jugarte la vida». Shildkret era un zopenco y un mal médico, y yo había tenido la suerte de sufrir un ataque de apendicitis sin que él estuviera cerca. Podría haberme prescrito una lavativa y me habría matado.
MICHEL HOUELLBECQ-LA POSIBILIDAD DE UNA ISLA- 376
Cabía preguntarse por qué había seguido Marie23 su camino; de hecho, a partir de la lectura de ciertos fragmentos, se diría que se había planteado abandonar, si bien seguramente se había desarrollado en ella, como en mí, como en todos los neohumanos, cierto fatalismo, ligado a la conciencia de nuestra propia inmortalidad, que nos acercaba a aquellos antiguos pueblos humanos en los que las creencias religiosas se implantaron con fuerza. Por lo general, las configuraciones mentales sobreviven largo tiempo a la realidad que las ha originado. Convertido en técnicamente inmortal, tras haber alcanzado al menos un estadio que se asemejaba a la reencarnación, Daniel1 no había dejado de comportarse hasta el final con la impaciencia, el frenesí, la avidez de un simple mortal. Además, aun habiendo abandonado por iniciativa propia un sistema de reproducción que me garantizaba la inmortalidad o, más exactamente, la reproducción indefinida de mis genes, sabía que nunca llegaría a ser realmente consciente de la muerte; nunca conocería el tedio, el deseo ni el temor en el mismo grado que un ser humano.En el momento en que me disponía a meter otra vez las hojas en el tubo, me di cuenta de que éste contenía un último objeto, que me costó algún trabajo sacar. Se trataba de una página arrancada de un libro de bolsillo humano, doblada varias veces hasta formar una laminilla de papel que se hizo trizas cuando intenté desdoblarla. En los fragmentos de mayor tamaño leí estas frases, donde reconocí el diálogo del Banquete en el que Aristófanes expone su concepción del amor.
HARUKI MURAKAMI-1Q84 PAG.376
—Tamaru —dijo Aomame—, me gustaría charlar un poco contigo. ¿Tienes
tiempo?
—Claro —respondió Tamaru con semblante impertérrito—. Tengo tiempo y
matarlo forma parte de mi trabajo. —Se sentó en la silla de jardín que había al salir
del recibidor. Aomame se sentó en la silla contigua. Como el alero que sobresalía del
tejado obstruía la luz, ambos se hallaban a la sombra. Olía a hierba fresca.
—Ya es verano —dijo Tamaru.
—Las cigarras han comenzado a cantar —añadió Aomame.
—Parece que este año han empezado un poco antes que de costumbre. A partir
de ahora armarán tanto ruido que será hasta molesto para los oídos. Será el mismo
ruido que cuando me alojé en un pueblo cercano a las cataratas del Niágara. Se las
oía sin cesar, de la mañana a la noche. Igual que un millón de cigarras, grandes y
pequeñas, cantando a la vez.—Quería pedirte un favor —dijo Aomame.
—Necesito una pistola —dijo Aomame con voz seria—. Una que quepa en un
bolso. Que tenga poco retroceso, pero que sea bastante potente y que me garantice el
éxito. No quiero réplicas de juguete, ni copias de fabricación filipina. Sólo voy a
utilizarla una vez. Con una bala debería ser suficiente.
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