BORGES-OBRAS 532
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya
el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo
que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el
coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar
el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado.
Afuera la móvil sombra del vagón' se alargaba hacia el horizonte.
No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros
signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo
y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez
hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no
sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector,
que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la
estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida
por Dahlmann
DETECTIVES SALVAJES pág. 532
Mientras tanto don Octavio caminaba. Caminaba en círculos cada vez más grandes y a veces se salía de la senda y pisaba la hierba, una hierba enferma de tanto ser pisoteada y que los jardineros ya ni debían de cuidar.
Entonces fue cuando vi a ese hombre. También caminaba en círculos y sus pasos seguían la misma senda, sólo que en sentido contrario, así que por fuerza tenía que cruzarse con don Octavio. Para mí, fue como una alarma en el pecho. Me levanté y puse en alerta todos mis músculos por si era necesario intervenir, no por nada hice un cursillo de karate y judo hace unos años con el doctor Ken Takeshi, que en realidad se llamaba Jesús García Pedraza y había sido miembro de la policía federal. Pero no fue necesario: cuando el hombre se cruzó con don Octavio ni siquiera levantó la cabeza.
EL DON DEL ÁGUILA pág 110 110*5=550-532=18
Carlos Castaneda
Lo mismo sucedió cuando traté de bajar las escaleras. No sabía cómo caminar. Simplemente no podía dar un solo paso. Era como si me hubieran soldado las piernas. Podía verlas si me inclinaba, pero no podía moverlas hacia delante o lateralmente, ni elevarlas hacia el pecho. Era como si me hubiesen pegado al escalón superior. Me sentí como uno de esos muñecos inflados, de plástico, que pueden inclinarse en cualquier dirección hasta quedar horizontales, sólo para erguirse nuevamente por el peso de sus bases redondeadas.
Hice un esfuerzo supremo por caminar y reboté de escalón en escalón como torpe pelota. Me costó un increíble esfuerzo de atención llegar a la planta baja. No podría describirlo de otra manera. Se requería algún tipo de atención para conservar los linderos de mi visión y evitar que ésta se desintegrase en las fugaces imágenes de un sueño ordinario.
Cuando finalmente llegué a la puerta de la calle no pude abrirla. Lo traté desesperadamente, pero sin éxito; entonces recordé que había salido de mi cuarto deslizándome, flotando como si la puerta hubiese estado abierta. Con sólo recordar esa sensación de flotación, de súbito ya estaba en la calle. Se veía oscuro: una peculiar oscuridad gris-plomo que no me permitía percibir ningún color. Mi interés fue atrapado al instante por una inmensa laguna de brillantez que se hallaba exactamente frente a mí, al nivel de mi ojo. Deduje, más que divisé, que se trataba de la luz de la calle, puesto que yo sabía que en la esquina había un farol de siete metros de altura.
SUSAN SONTAG-EL AMANTE DEL VOLCAN 331 págs 532-331=201
Una habitación con espejos es una temible tentación. Más lo es una
habitación con un dosel de espejos rotos, con tantas facetas como un ojo de mosca,
en el que se ven a sí mismos multiplicados, sobrepuestos, deformados; pero las
deformidades creadas por espejos sólo les hacen reír.
Y cuando el Cavaliere salió para mirar otras habitaciones y dar una vuelta por el
parque, y se percatan de que ahora sólo quedan ellos dos, cuando el padre se ha ido
y los niños están solos en la casa de la risa, permanecen en silencio, la obesa dama y
el hombre bajo con un solo brazo, e intentan mirar únicamente a los espejos, pero
una ráfaga de felicidad que parece no tener límites, éxtasis sin barreras, les
envuelve, y agotados por la tensión del deseo, hilarantes de dicha, se vuelven uno
hacia el otro y se besan (y se besan y se besan), y su giro, su beso, fue hecho añicos,
multiplicado por Ios espejos de arriba.
CUENTOS 1
Edgar Allan Poe
Traducción de Julio Cortázar 313págs 532-313=201
—Perfecto: ya sé que eres zurdo. Pues tu ojo izquierdo está del mismo lado que tu mano izquierda. Supongo que ahora sabrás encontrar el ojo izquierdo del cráneo o el sitio donde estuvo el ojo. ¿Ya lo tienes?
Siguió una larga pausa, tras de la cual dijo, por fin, el negro:
—¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que la mano izquierda de la calavera? Pero la calavera no tiene mano izquierda... ¡Bueno, no importa! Ya tengo el ojo izquierdo... ¡Aquí está! ¿Qué hago ahora?
—Pasa el escarabajo por él y déjalo caer hasta donde alcance el hilo... pero ten cuidado de no soltar el extremo.
—¡Ya está, massa Will! Es muy fácil pasar el bicho por el agujero. ¡Mírelo cómo baja!
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 532 págs
Si la inauguración del puente, cuyos planos, que sin duda habían
requerido de su aprobación real, ni siquiera recordaba, le parecía simplemente una
festividad vulgar, lo era porque nadie se había preocupado tan siquiera de averiguar
si le interesaba aquel intrincado fruto de la tecnología suspendido en el espacio,
que, sin embargo, hoy debería cruzar majestuosamente en un reluciente
descapotable con un radiador dentado, un auténtico suplicio; y además estaba el
ingeniero aquel del que todo el mundo le venía hablando desde el momento en el
que se le ocurrió mencionar (sin más, sencillamente para esquivar alguna pregunta
o persona inoportuna) que le hubiera gustado practicar el alpinismo, en el caso de
que aquella isla hubiera tenido alguna montaña que escalar (el viejo volcán de la
costa, muerto hacía tiempo, no contaba y, además, para empeorar las cosas, habían
construido en la cima un faro —que, por cierto, tampoco funcionaba). Aquel
ingeniero, cuya dudosa fama prosperaba en los salones de cortesanas y cortesanos,
atraídos por su tez de miel y su hablar insinuante, había propuesto elevar la llanura
del centro de la isla para transformarla en un macizo montañoso mediante el
procedimiento de inyectar aire subterráneo. A los habitantes de la localidad elegida
se les permitiría permanecer en sus viviendas mientras se trabajaba en el suelo. Los
pusilánimes que prefiriesen abandonar la zona de pruebas, donde se apiñaban sus
casitas de ladrillo y mugían de asombro sus vacas rojas, al notar el cambio de altura,
recibirían el castigo de tener emplear mucho más tiempo en regresar por los
escarpes recién fo mados, del que habían empleado en su reciente retirada sobre el
llano condenado. Los prados se fueron hinchando lentamente; las piedras movían
sus redondos lomos; un arroyo letárgico se desvió bruscamente de su cauce y, ante
su sorpresa, se convirtió en una cascada alpina; los árboles empezaron a caminar en
fila hacia las nubes y muchos de ellos (los abetos, por ejemplo) disfrutaron del viaje;
los aldeanos, apoyados en las balaustradas de sus porches, saludaban con el pañuelo
mientras admiraban la evolución neumática del paisaje. Y de este modo, la montaña
comenzó a crecer más y más hasta que el ingeniero ordenó que detuvieran el
bombeo de aquellas monstruosas válvulas. El rey, sin embargo, no esperó a que
cesaran, sino que volvió a dormirse, y apenas tuvo tiempo de lamentar el hecho de
que, como no hacía sino refrenar la prontitud con la que sus consejeros apoyaban la
realización de cualquier plan descabellado (mientras que, por otro lado, sus
derechos más naturales y más íntimamente humanos se veían constreñidos por leyes
estrictas), no hubiera dado autorización para el experimento, y ahora era demasiado
tarde, el inventor se había suicidado, tras patentar una horca para uso doméstico
(eso es, al menos, lo que le contó el espíritu del sueño al durmiente).
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