EL TÚNEL
ERNESTO SÁBATO 195 págs 195-195=1
Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En
realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una
forma de defensa de la especie humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no
indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente
las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo,
por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así,
casi podría decir que "todo tiempo pasado fue peor", si no fuera porque el presente
me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros
cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la
temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la vergüenza.
VLADIMIR NABOKOV
Habla, memoria 117págs 118-2=234-195=39
Toda mi vida me ha costado mucho ir-a-acostarme. Esos pasajeros de los trenes que dejan a un lado el periódico, cruzan sus estúpidos brazos, e inmediatamente, con una actitud de ofensiva familiaridad, empiezan a roncar, me dejan tan perplejo como el tipo desinhibido que defeca cómodamente en presencia de cualquier parlanchín usuario de la bañera, o que participa en grandes manifestaciones, o que ingresa en algún sindicato con intención de disolverse en él. El sueño es la más imbécil de todas las fraternidades humanas, la que más derechos reclama y la que exige rituales más ordinarios. Es una tortura mental que a mí me parece envilecedora. Las tensiones y agotamientos de la escritura me obligan a menudo, ay, a tragarme una fuerte píldora que me produce una o dos horas de temibles pesadillas, o incluso a tener que aceptar el cómico alivio de una siesta, de la misma manera que un libertino senil podría ir trotando al eutanasio más próximo; pero me resultaba sencillamente imposible acostumbrarme a esa cotidiana traición nocturna a la razón, a la humanidad, al talento. Por muy agotado que me encuentre, el dolor que siento al despedirme de la conciencia me parece indeciblemente repulsivo. Aborrezco a Somnus, ese verdugo de negro antifaz que me ata al tajo; y si, con el paso de los años, a medida que se acerca una desintegración más completa y risible incluso, que, lo confieso, les resta últimamente gran parte de sus méritos a los terrores rutinarios del sueño, he acabado por acostumbrarme tanto a mi ordalía nocturna que casi avanzo contoneándome hacia ella mientras el hacha familiar sale de su gran caja de contrabajo forrada de terciopelo, inicialmente carecía de este consuelo o defensa: no tenía nada, excepto un indicio de luz en el potencialmente luminoso candelabro de la habitación de Mademoiselle, cuya puerta, por orden del médico de la familia (¡Yo te saludo, doctor Sokolov!), permanecía un poco abierta. Su débil línea de suave luminosidad vertical (que las lágrimas de un niño podían transformar en deslumbrantes rayos de misericordia) era algo a lo que aferrarme, ya que en la oscuridad completa mi cabeza navegaba y mi mente se derretía en una travestida versión de la lucha con la muerte.
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