NABOKOV-246
Transcurrieron ocho años. Llegó un domingo, y ocurrió en la mañana de aquel
domingo. La mesa, dispuesta para el desayuno, esperaba la presencia de Fred, con
el chocolate humeando en su jarra cubierta con su funda de tela, conformando el
aspecto y las formas de un loro. El verde soleado de los manzanos se filtraba a través
de los cristales de la ventana. Ann, con toda su corpulencia, se encontraba
entretenida quitándole el polvo a la pequeña pianola en la que el enano se sentaba
de tanto en tanto a tocar unos valses siempre vacilantes. Unas moscas se habían
aposentado en el tarro de mermelada de naranja y se frotaban las patas delanteras.
Fred entró en la habitación, todavía algo adormilado y con las arrugas del sueño en
su porte y hábito, calzando unas zapatillas de fieltro y embutido en una minúscula
bata negra estampada con ranas amarillas. Tomó asiento desperezando los ojos y
acariciándose la calva. Ann se fue a la iglesia. Fred abrió la sección ilustrada del
periódico dominical y sin dejar de hacer muecas con los labios, que fruncía y
estiraba a ritmo alterno, se dispuso a leer con detenimiento toda suerte de sucesos,
tales como los premios concedidos en el último certamen canino, las piruetas de
una bailarina rusa que se doblaba hasta figurar la lánguida agonía de un cisne, los
embustes y peripecias de aquel financiero que había conseguido embaucar y
engañar a medio mundo... Bajo la mesa, la gata arqueaba el lomo y se agazapaba en
caricias contra su tobillo desnudo. Acabó el desayuno; se levantó bostezando: había
pasado muy mala noche, el corazón le había dolido más que nunca, y ahora, a pesar
de que tenía los pies helados, le daba una enorme pereza vestirse. Se trasladó hasta
el sillón que había junto al mirador y se acurrucó en él. Se quedó allí sin pensar en
nada mientras que, a sus pies, la gata negra arqueaba el lomo y se estiraba abriendo
sus minúsculas fauces rosas.
JOYCE-ULISES 246
Sus pies marcharon en repentino ritmo
orgulloso sobre los surcos de arena, a lo largo de
los guijarros de la muralla sud. Fijó la vista en
ellos severamente, cráneos de mamut de piedras
apiladas. Luz de oro sobre el mar, sobre la
arena, sobre los guijarros. El sol estaba allí los
árboles esbeltos y las casas limón.
París despertábase desapaciblemente,
cruda luz de sol sobre sus calles limón. Pulpa
húmeda de panecillos humeantes, el ajenjo
verde rana, su incienso matinal matizan el aire.
Belluomo se levanta de la cama de la mujer del
amante de su mujer, el ama de casa con un
pañuelo en la cabeza entra en actividad, un
platillo de ácido en la manos. En lo de Rodot,
Ivonne y Madeleine rehacen sus volcadas
bellezas, destrozando con dientes de oro
chaussons de pastelería, sus bocas amarilleadas
con el pus del flan bretón. Pasan caras de
hombres de París, sus encantadores encantados,
rizosos conquistadores
No hay comentarios:
Publicar un comentario