JORGE LUIS BORGES
OBRAS COMPLETAS 594
En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto
recupere sus caras anteriores. En alguna etapa de la confusa
noche del seis, Teodelina Villar fue mágicamente la que fue
hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan
la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una
jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez.
Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me
inquietó será tan memorable como ésta; conviene que sea la
última, ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la
dejé, perfeccionando su desdén por la muerte. Serían las dos de
la mañana cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas
y de casas de un piso habían tomado ese aire abstracto que
suelen tomar en la noche, cuando la sombra y-el silencio las
simplifican. Ebrio de una piedad casi impersonal, caminé pollas
calles. En la esquina de Chile y de Tacuarí vi un almacén
abierto. En aquel almacén, para mi desdicha, tres hombres jugaban
al truco.
• En la figura que se llama oxímoron, se aplica a una palabra
un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron
de luz oscura; los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última
visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén
era una especie de oximoron; su grosería y su facilidad me tentaron.
(La circunstancia de que se jugara a los naipes aumentaba
el contraste.) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron
el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle, tal vez con un
principio de fiebre. Pensé que no hay.moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y
la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el óbolo que pidió
Belisario; en los treinta dineros ele Judas; en las dracmas de
la cortesana Laís; en la antigua moneda que ofreció uno de los
durmientes de Éfeso; en las claras monedas del hechicero de
las 1001 Noches, que después eran círculos de papel; en el denario
inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas
de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió
a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que
hizo clavar Ahab en el mástil; en el florín irreversible de Leopold
Bloom; en el luis cuya efigie delató, cerca de Varennes, al fugitivo
Luis XVI
-VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 594
Supongo que estoy pasado de moda en mi actitud hacia muchos aspectos de la vida
que parecen estar fuera de mi concreta especialidad científica; y probablemente, la
personalidad del viejo que yo soy pueda parecer dividida, como esas pequeñas
ciudades europeas una de cuya mitad está en Francia y la otra en Rusia. Conozco
esta particularidad mía y por lo tanto procederé con cautela. Lejos de mí la
intención de promover cualquier anhelo o lamento mórbido por las máquinas
voladoras, pero también es verdad que no puedo eliminar el murmullo romántico
inherente a la sinfonía completa del pasado tal y como yo la siento.
En aquellos días lejanos en los que no había lugar en la tierra que estuviera a más
de sesenta horas de vuelo de cualquier aeropuerto local, un muchacho conocía los
aviones al dedillo, desde la ojiva de la hélice hasta la palanca para equilibrar la
aleta, y podía distinguir los diferentes tipos no sólo por la forma de la punta de las
alas o la terminación exterior de la carlinga, sino incluso por la forma que adoptaba
el humo de los tubos de escape en la oscuridad; competía así en el reconocimiento
de características con aquellos locos naturalistas, los sistematistas herederos de
Linneo. Un diagrama de la sección de un ala o de la construcción del fuselaje
despertaba en el joven un espasmo de dicha creativa, y los modelos de madera,
papel y cartón que compraba le producían una excitación tan grande a lo largo del
proceso de construcción de la maqueta, que, en comparación, la tarea completa y la
obra terminada resultaban insípidas, como si el espíritu de la cosa hubiera volado en
el momento en que su forma había quedado fijada.
Realización de resultados y ciencia, conservación y arte —ambas parejas suelen
mantenerse apartadas pero, cuando se encuentran, entonces ya no hay nada más
que importe en el mundo. Y por eso, voy a marcharme de puntillas, despidiéndome
de mi infancia en su momento más característico, en su postura más plástica:
detenida por un zumbido que vibra y aumenta de volumen en el cielo, inmóvil,
olvidada de la mansa bicicleta en la que se apoya a horcajadas, con un pie en el
pedal y los dedos del otro rozando el asfalto de la tierra, con los ojos, la barbilla y el
pecho alzados hacia el cielo desnudo donde un avión de guerra se acerca a
velocidad sobrenatural que sólo su envergadura hace parecer no demasiado rápida
a medida que la vista de su vientre cambia y cede el paso a la visión de sus formas
por detrás, y las alas y el zumbido se disuelven en la distancia. Monstruos
admirables, grandiosas máquinas voladoras, os habéis ido, habéis desaparecido
como aquella bandada de cisnes que cruzó con un silbido de multitudinarias alas
una noche de primavera sobre el lago de los Caballeros de Maine, de lo
desconocido a lo desconocido: unos cisnes de una especie nunca determinada por
la ciencia, nunca vista con anterioridad, ni tampoco después... y luego no quedó
nada en el cielo salvo una estrella solitaria, como un asterisco que nos llevara hasta
una nota a pie de página imposible de descubrir.
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