VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 165
—Creo que lo puedo arreglar —dijo ella en el mismo tono tranquilo y ronco con el
que se había dirigido al camarero.
Erwin casi se cayó de la silla. La señora le miró atentamente, mientras se quitaba un
guante para tomarse el café. Sus ojos pintados brillaban fríos y duros, como si fueran
joyas falsas demasiado ostentosas. Debajo, aparecían unas bolsas oscuras y —esto es
raro encontrarlo en las mujeres, incluso en las ancianas— unos pelos brotaban de su
nariz felina. Sin el guante, la mano apareció grande, arrugada, con unos dedos
largos, convexos, muy hermosos.
—No se sorprenda —dijo ella con una sonrisa irónica. Disimuló un bostezo y añadió
—: A decir verdad, soy el demonio.
JAMES JOYCE
ULISES 165
El hueco de la puerta se oscureció por una
forma que entraba.
—La leche, señor.
—Entre, señora —dijo Mulligan—. Kinch,
trae la jarra.
Una anciana se adelantó, colocándose
cerca del codo de Esteban.
—Hermosa mañana, señor —dijo—. Que
Dios sea loado.
—¿Quién? —dijo Mulligan, con una
ojeada—. ¡Ah, sí, cómo no!
Esteban se estiró hacia atrás y alcanzó la
jarra de la alacena.
—Los isleños —dijo Mulligan a Haines,
con displicencia—se refieren frecuentemente al
coleccionista de prepucios.
—¿Cuánto, señor? —preguntó la vieja.
—Un litro —dijo Esteban.
La observó mientras vertía en la medida
y luego en la jarra la rica leche blanca, no la de
ella. Viejas tetas arrugadas. Vertió otra vez una
medida entera y una yapa. Vieja y misteriosa,
venía de un mundo matutino, tal vez como un
mensajero. Alabó la excelencia de la leche,
mientras la vertía. De cuclillas, al lado de una
paciente vaca, en el campo lozano, al amanecer,
una bruja sobre su taburete, los dedos rápidos
en las ubres chorreantes
Conociéndola, las
vacas mugían a su alrededor: ganado sedoso de
rocío. Seda de las vacas y pobre vieja, nombres que le daban en los viejos tiempos
EL FIGÓN DE LA REINA PATOJA
de
Anatole France 165
Mi buena estrella duró hasta el día en que fui reemplazado por un
oficial. Concebí un violento despecho, y en mis deseos de venganza hice
saber a los directores del colegio que no iba ya a La Biblia de Oro, por no
presenciar espectáculos propios que ofendían la modestia de un joven
sacerdote. A decir verdad, no pude felicitarme por aquel ardid. La señora
Pigoreau, sabedora de cuanto yo decía de ella, propaló que yo le hurté unos
puños y un cuello de encaje. Sus falsas quejas llegaron a oídos de mis
directores, quienes hicieron registrar mi cofre, encontrando en él aquellas
prendas de adorno, que verdaderamente eran de gran valor.
Despidiéronme, y fue así como experimenté, a semejanza de Hipólito y de
Belerofonte, las consecuencias de la astucia y de la maldad femeniles.
Encontrándome en la calle con mi equipaje y mis cuadernos de elocuencia,
corría grave peligro de morirme de hambre, y después de quitarme el
alzacuello, me presenté a un señor hugonote, quien admitiéndome como
secretario, me dictaba libelos contra la religión.
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