sábado, diciembre 14, 2013

SUBE.

 

   

EL FIGÓN DE LA REINA PATOJA
de
Anatole France                               282

cuando vemos
una mujer, no es en la belleza de su alma ni en las excelencias de su
espíritu donde fijamos nuestro pensamiento; y en nuestras relaciones con
ella lo que más nos preocupa son sus formas naturales. Y la encantadora
criatura lo sabe tan bien que, vestida por hábiles obreras, cuida mucho de
velar sus atractivos sólo para exagerarlos artificiosamente. La señorita Jahel,
que nada tiene del salvaje, se desolaría si el arte hubiera triunfado en ella
sobre la Naturaleza, hasta el punto de que no se advirtiese cuan mórbidos
son sus senos, y cuan redondas sus caderas. Así, pues, de cualquier modo
que consideremos a los hombres desde la caída de Adán, los hallaremos
hambrientos e incontinentes. ¿De dónde procede, pues, que, reunidos en
las ciudades, se impongan privaciones de toda clase, sometiéndose a un
régimen contrario a su naturaleza corrompida? Se ha dicho que en ello
encontraban ventajas, logrando con su penosa obligación más tranquila
seguridad. Pero esto fuera suponerles de sobra razonables, y es, además, un
razonamiento falso, por cuanto es absurdo salvar la vida a expensas de lo
que constituye su fundamento y su goce. También se ha dicho que el
miedo los reducía a la obediencia, siendo verdad que la cárcel y la horca
mantienen la sumisión a las leyes. Pero no es menos cierto que el prejuicio
conspira con las leyes, y no se comprende que la violencia haya podido
establecerse tan umversalmente. Se definen las leyes como las relaciones
necesarias de las cosas; pero acabamos de ver que esas relaciones están en
contradicción con la Naturaleza, lejos de ser para ella necesidades. Por esto,
señores, yo buscaría el manantial y el origen de las leyes, no en el hombre,
sino fuera del hombre, y creo que, siendo extrañas al hombre, emanan de
Dios, que ha formado con sus manos misteriosas, no solamente la tierra y el
agua, la planta y el animal, sino también los pueblos y las sociedades

VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos  282

 

el guarda, un jubilado insignificante al que
le faltaba un brazo, se levantó y vino a mi encuentro, dejando de lado su periódico y
mirándome por encima de las gafas. Pagué el franco que me correspondía y,
tratando de no fijarme en las estatuas de la entrada (que eran tan convencionales e
insignificantes como el número que abre un espectáculo de circo), entré a la sala
principal.
Todo era como cabía esperar: tonos grises, sustancia dormida, materia
desmaterializada. Ahí estaba la típica vitrina de monedas viejas y gastadas que
descansaban sobre el terciopelo de sus correspondientes departamentos. Sobre la
vitrina había un par de buhos, tinge y autillo, con sus nombres en francés que eran
algo parecido a Gran Duque y Duque Secundario en traducción. Unos minerales
venerables se mostraban en sus tumbas abiertas de polvoriento papier maché; la
fotografía de un caballero atónito con barba puntiaguda dominaba una mezcolanza
de voluminosos objetos negros de varios tamaños. Tenían un gran parecido con los
excrementos de insecto congelados, y me detuve involuntariamente ante ellos, sin
conseguir descifrar su naturaleza, composición o función. El guarda me había estado
siguiendo con pasos de fieltro a una distancia respetuosa; sin embargo, en aquel
momento, se acercó hasta mí, con un brazo a la espalda y el fantasma del otro en el
bolsillo, sin dejar de deglutir algo a juzgar por el movimiento de su nuez.

         

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