El Vellocino De Oro
Robert Graves 91
Era medianoche y la casa tenía las puertas y contraventanas cerradas y barradas, pero Pelias forzó la entrada con su hacha. Sorprendió a Esón y Alcimeda en un patio interior de su casa mientras completaban un sacrificio sin altar a la luz de una antorcha, en honor de la diosa doncella Perséfone.
Pelias quedó asombrado, pues Esón se movía con la agilidad de un hombre joven. Acababa de cortar la garganta de un asustado toro negro, que tenía los cuernos atados con cintas de color azul como la noche, y la cabeza coronada con unas ramas de tejo. La sangre caía chorreando dentro de una artesa de piedra, sobre la cual estaba inclinada Alcimeda, quien agitaba las manos y murmuraba. Ni ella ni Esón habían oído la ruidosa entrada de Pelias; habían estado absortos con la difícil tarea de matar al toro, el cual, a pesar de llevar una argolla en la nariz, se resistía a los esfuerzos por acercarlo a la artesa.
Esón entonces se puso a rezar en tonos solemnes a Perséfone rogándole que permitiese al espíritu de su padre, Creteo el minia, ascender de los infiernos para beber la rica y caliente sangre y después profetizar sobre cuál sería el destino de Jasón y sus compañeros en su viaje a Cólquide. Mientras que Pelias observaba, empezó a acumularse una vaga nube en el lado menos profundo de la artesa, como la neblina que algunas veces ofusca la visión de un hombre enfermo; poco a poco fue tomando cuerpo y adquiriendo un color rosado hasta endurecerse, formando la cabeza inclinada de Creteo que lamía con la lengua y se estremecía de placer.
Pelias se sacó una sandalia y la arrojó al fantasma para evitar que profetizase. Este se escabulló inmediatamente difuminándose a un tiempo, y se rompió el hechizo. Pelias se quitó el casco y se lo entregó a Esón diciendo:
-¡Mételo en el lado más profundo de la artesa, traidor, llénalo de sangre caliente y bebe!
Esón preguntó:
-¿Y si me niego, hermano?
-Si te niegas -respondió Pelias-, os haré pedazos a ti y a tu mujer con este hacha y esparciré vuestros
huesos por el Pelión para que vuestros espíritus jamás encuentren el descanso, pues vuestra
sepultura estará en los vientos de los leopardos, de los lobos y de las ratas.
-¿Por qué me das esta orden impía? -preguntó Esón, temblando tanto que casi no podía mantenerse en pie.
-Porque me has engañado durante estos últimos veinte años -respondió Pelias-, primero al hacer creer que debías guardar cama, para que yo no te temiera, después al ocultarme la supervivencia de tu retoño Diomedes o Jasón, y finalmente al conspirar con él para destruir a mi pobre y necio hijo Acasto. Bebe, bebe te digo o te haré mil pedazos como si fueras un tronco seco de pino.
textos de las piramides 91
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 91
Yo estaba embriagado por aquellos temblores azulados, por el frío volátil y agudo.
Me encaramé al alféizar mojado de la ventana y respiré el aire sobrenatural, que
hizo vibrar mi corazón como un cristal.
Más cerca todavía, de forma más grandiosa aún, el carro del profeta rodaba con
estrépito a través de las nubes. La luz de la locura, de las visiones penetrantes,
iluminaba el mundo nocturno, las pendientes metálicas de los tejados, los volátiles
macizos de lilas. El dios del trueno, un gigante de pelo blanco con una barba furiosa,
al viento sobre su espalda, vestido con los pliegues flameantes de un ropaje
deslumbrante, se erguía, sacando pecho en su carro de fuego, frenando con brazos
tensos a sus enormes corceles, negros como la pez y con crines como un relámpago
violeta. Habían conseguido escapar al control de su amo, dispersaban chispas de
espuma crujiente, el carro estaba a punto de volcar, y el arrebolado profeta tiraba
en vano de las riendas. Tenía el rostro descompuesto por el viento y por el esfuerzo;
el remolino, haciendo volar los pliegues de su túnica, dejó al descubierto una
poderosa rodilla; los corceles movían sus crines llameantes y galopaban más y más
violentamente en un vertiginoso descenso por las nubes.
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