jueves, enero 23, 2014

MALDITOS.

H.P.Lovecraft

El alquimista y otros relatos.  70

-¿Tigre? ¿Tigre? ¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias? ¿Es una bestia lo que me
atemoriza?
Mi mente retrocedía hasta una antigua y clásica historia de tigres que había
leído; traté de recordar al autor, pero tuve alguna dificultad. Entonces, en mitad
de mi espanto, recordé que el relato pertenecía a Ruyard Kipling; no se me
ocurrió lo ridículo que resultaba considerarle como un antiguo autor. Anhelé el
volumen que contenía esta historia, y casi había comenzado a desandar el
camino hacia la cabaña condenada cuando el sentido común y el señuelo de la
palmera me contuvieron.
Si hubiera o no podido resistir el deseo de retroceder sin el concurso de la
fascinación por la inmensa palmera, es algo que no sé. Su atracción era ahora
predominante, y dejé el camino para arrastrarme sobre manos y rodillas por la
pendiente del valle, a pesar de mi miedo hacia la hierba y las serpientes que
pudiera albergar. Decidí luchar por mi vida y cordura tanto como fuera posible y
contra todas las amenazas del mar o tierra, aunque a veces temía la derrota
mientras el enloquecido silbido de la misteriosa hierba se unía al todavía
audible e irritante batir de las distantes rompientes. Con frecuencia, debía
detenerme y tapar mis oídos con las manos para aliviarme, pero nunca pude
acallar del todo el detestable sonido. Fue tan sólo tras eras, o así me lo pareció,
cuando finalmente pude arrastrarme hasta la increíble palmera y reposar bajo
su sombra protectora.
Entonces ocurrieron una serie de incidentes que me transportaron a los
opuestos extremos del éxtasis y el horror; sucesos que temo recordar y sobre
los que no me atrevo a buscar interpretación. Apenas me había arrastrado bajo
el colgante follaje de la palmera, cuando brotó de entre sus ramas un
muchacho de una belleza como nunca antes viera. Aunque sucio y harapiento,
poseía las facciones de un fauno o semidiós, e incluso parecía irradiar en la
espesa sombra del árbol. Sonrió tendiendo sus manos, pero antes de que yo
pudiera alzarme y hablar, escuché en el aire superior la exquisita melodía de un
canto; notas altas y bajas tramadas con etérea y sublime armonía. El sol se
había hundido ya bajo el horizonte, y en el crepúsculo vi una aureola de mansa
luz rodeando la cabeza del niño. Entonces se dirigió a mí con timbre argentino.
-Es el fin. Han bajado de las estrellas a través del ocaso. Todo está colmado y
más allá de las corrientes arinurianas moraremos felices en Teloe.
Mientras el niño hablaba, descubrí una suave luminosidad a través de las
frondas de las palmeras y vi alzarse saludando a dos seres que supe debían
ser parte de los maestros cantores que había escuchado. Debían ser un dios y
una diosa, porque su belleza no era la de los mortales, y ellos tomaron mis
manos diciendo:
-Ven, niño, has escuchado las voces y todo está bien. En Teloe, más allá de las
Vía Láctea y las corrientes arinurianas, existen ciudades de ámbar y
calcedonia. Y sobre sus cúpulas de múltiples facetas relumbran los reflejos de
extrañas y hermosas estrellas. Bajo los puentes de marfil de Teloe fluyen los
ríos de oro líquido llevando embarcaciones de placer rumbo a la floreciente
Cytarion de los Siete Soles. Y en Teloe y Cytarion no existe sino juventud,
belleza y placer, ni se escuchan más sonidos que los de las risas, las
canciones y el laúd. Sólo los dioses moran en Teloe la de los ríos dorados, pero
entre ellos tú habitarás.

 

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