miércoles, septiembre 19, 2012

MINUTO DE GLORIA

 

    

Robert Graves
La Diosa Blanca  206   212-206=6

El fantasma o rival aparece con frecuencia en las pesadillas junto al lecho como el espectro alto, delgado y
de aspecto siniestro, o Príncipe del Aire, que trata de arrojar al durmiente por la ventana,
de modo que mira hacia atrás y ve que su cuerpo yace todavía rígido en la cama; pero él
adopta otras innumerables formas malévolas, diabólicas o de serpiente.La Diosa es una mujer bella y esbelta con nariz ganchuda, rostro cadavérico,
labios rojos como bayas de fresno, ojos pasmosamente azules y larga cabellera rubia; se
transforma súbitamente en cerda, yegua, perra, zorra, burra, comadreja, serpiente,
lechuza, loba, tigresa, sirena o bruja repugnante. Sus nombres y títulos son
innumerables. En los relatos de fantasmas aparece con frecuencia con el nombre de «La
Dama Blanca», y en las antiguas religiones, desde las Islas Británicas hasta el Cáucaso,
como la «Diosa Blanca». No recuerdo poeta auténtico alguno, desde Homero en
adelante, que no haya registrado independientemente su experiencia de ella. Se podría
decir que la prueba de la visión de un poeta es la exactitud de su descripción de la Diosa
Blanca y de la isla en la que gobierna. El motivo de que los pelos se ericen, los ojos se
humedezcan, la garganta se contraiga, la piel hormiguee y la espina dorsal se
estremezca- cuando se escribe o se lee un verdadero poema, es que un verdadero poema
es necesariamente una invocación de la Diosa Blanca, o Musa, la Madre de Toda Vida,
el antiguo poder del terror y la lujuria, la araña o la abeja reina cuyo abrazo significa la
muerte.

  

JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS     218

la tiniebla y la luz habían coexistido siempre, ignorándose, y cuando se vieron al
fin, la luz apenas miró y se dio vuelta, pero la enamorada oscuridad se apoderó de su reflejo o recuerdo, y ese fue el principio
del hombre.

 

 

      

JAMES JOYCE
ULISES                 218

Otra vez: un gol. Estoy entre ellos, entre
el encarnizamiento de sus cuerpos trabados en
lucha entremezclada, el torneo de la vida.
¿Quieres decir aquel patizambo nene de su
mamá que parece estar ligeramente
descompuesto? Torneos. Los rebotes sacudidos
del tiempo: sacudida por sacudida. Torneos,
fango y fragor de batallas, los vómitos helados
de los degollados, un grito de alcayatas de
lanzas cebándose en los intestinos
ensangrentados de los hombres

UN RESPETO

Sura 6. Al-Anaam (El Ganado)    218

(108) Pero no insultéis a aquellos [seres] a los que invocan en lugar de Dios,92 no sea que
por despecho insulten ellos a Dios, sin tener conocimiento: pues hemos hecho aparecer gratas
a cada comunidad sus propias obras.93 En su momento, [sin embargo,] habrán de regresar a su
Sustentador: y entonces Él les hará entender [realmente] todo lo que hacían.

92 Esta prohibición de insultar a aquello que otros consideran sagrado --aún en contravención del principio
de la unidad de Dios-- está expresado en plural y va dirigido, por tanto, a todos los creyentes. Así pues,
aunque los musulmanes tienen la obligación de argumentar en contra de las falsas creencias de otros, les
está prohibido insultar a los objetos de tales creencias, porque ofenderían con ello los sentimientos de sus
semejantes que están en el error.

93 Lit., “así hemos hecho aparecer excelentes...”, etc., dando a entender que es connatural al hombre considerar
aquellas creencias que le han sido inculcadas desde la infancia como las únicas verdaderas y posibles
--por ello, cualquier argumentación contraria a tales creencias a menudo provoca en él una reacción
psicológica hostil.

 

VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos   218

Una extraña parálisis se apoderó de Anton Petrovich. Totalmente inconsciente de
lo que hacía, se subió al vagón, se sentó junto a la ventana, se quitó el sombrero
para después volvérselo a poner. Tuvo que ponerse en marcha el tren y empezar a
moverse para que su cerebro volviera a funcionar de nuevo, y en aquel instante le
embargó esa desagradable sensación que se tiene en los sueños, cuando dentro de
un tren sin lugar de procedencia ni destino, nos damos cuenta de pronto de que
vamos viajando prácticamente sin ropa, sólo con los calzoncillos puestos.
—Están en el vagón de al lado —dijo Mityushin, sacando una pitillera—. ¿Por qué
tienes que estar bostezando todo el tiempo, Anton Petrovich? Me pone la carne de
gallina.
—Siempre bostezo por la mañana —contestó melancólico Anton Petrovich.
Pinos, pinos, pinos. Una pendiente de arena. Más pinos. Una mañana tan hermosa...
—Esa levita, Henry, no es lo más apropiado —dijo Mityushin—. Para decirlo
brutalmente, es un horror.
—Eso es asunto mío —dijo Gnushke.
Qué bonitos, esos pinos. Y ahora un destello de agua. De nuevo bosques. Qué
enternecedor, el mundo, qué frágil... Si consiguieras dejar de bostezar... me duele la
mandíbula. Si evitas el bostezo, los ojos se te llenan de lágrimas. Estaba sentado con
el rostro mirando a la ventana, escuchando las ruedas que batían al ritmo de
matadero... matadero... matadero...

La condición humana:  André Malraux    218

–Provisional –dijo el guardia.
Kyo comprendió que se le encarcelaría en la prisión de derecho común.
Desde que entró en la cárcel, aun antes de poder ver, quedó aturdido por el espantoso olor:
matadero, exposición canina, excrementos. La puerta que acababa de franquear, se abría hacia un
corredor, semejante al que abandonaba; a derecha e izquierda, hasta todo lo alto, enormes barrotes
de madera. En las jaulas de madera, hombres. En el centro, el guardián, sentado ante una mesita,
sobre la cual había un látigo: mango corto y correa de la anchura de la mano, de un dedo de gruesa
–un arma.
–Quédate ahí, hijo de chancho –dijo.
El hombre, habituado a la sombra, escribía su filiación. A Kyo le dolía aún la cabeza, y la
inmovilidad le produjo la sensación de que iba a desmayarse. Se adosó a los barrotes.
–¿Cómo, cómo, cómo le va? –gritaron, detrás de él.
Voz inquietadora, como la de un papagayo, pero voz de hombre. El lugar estaba demasiado
sombrío para que Kyo distinguiese un rostro; no veía más que unos dedos enormes crispados
alrededor de los barrotes –no muy lejos de su cuello–. Detrás, acostados en unos compartimientos o
de pie, se agitaban unas sombras, demasiado largas: unos hombres, como gusanos.
–Podría irme mejor –respondió, apartándose.
–Cierra el pico, hijo de tortuga, si no quieres que te dé con la mano en la jeta –dijo el guardián.
Kyo había oído varias veces la palabra «provisional»; sabía, pues, que no permanecería allí
durante mucho tiempo. Estaba decidido a no oír los insultos, a soportar todo lo que pudiera ser
soportado; lo importante era salir de allí y reanudar la lucha. Sin embargo, experimentaba, hasta
producirle náuseas, la humillación que siente todo hombre ante un hombre del cual depende: era
impotente contra aquella inmunda sombra de látigo –despojado de sí mismo.

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