REY JESÚS
DE
ROBERT GRAVES 246
Un aspecto desconcertante del mesías guerrero -no era posible decidir entre el hijo de
David o el hijo de José- era que, según Isaías, se pondría en marcha en Edom, que en los
tiempos de Isaías estaba fuera del territorio judío, y con vestiduras teñidas de Bozrah. Si
se reconocía la evidente connotación de Bozrah -su carácter de capital edomita-, debía
ser un príncipe edomita. Pero tal vez, como sugerían los críticos, se hablaba de la otra
Bozrah, la del golfo Pérsico, donde florecía desde hacia siglos la industria del tinte
púrpura.
El tercer mesías era el hijo del hombre, pero este mesianato era una dudosa tradición
proveniente del séptimo capitulo del apocalíptico Libro de Daniel, en que Daniel ve a
cierto hijo del hombre a quien el Anciano de los Días, de cabeza blanca, otorga eterno
dominio sobre todos los pueblos, naciones y lenguajes. El hijo del hombre no era un rey
humano, y entraría en Jerusalén montado, no en un asno, sino en una tempestad, al decir
de Daniel. Sin embargo, se lo podía considerar el espíritu o la emanación de cualquiera de los dos primeros mesías, encargado de realizar en el cielo aquello que se cumplía
simultáneamente en la tierra.
El cuarto mesías debía ser un rey sacerdote, asistido por un general de Judea. El mejor
texto para estudiar sus derechos era el hermoso, aunque no canónico, testamento de
Leví. Por ser sacerdote, este mesías debía proceder de la tribu de Leví, y no de Judá o de
José. Santificaría las conquistas de su general, instituiría la paz universal, reformaría el
calendario, revisaría el canon escritural y limpiaría de pecado al pueblo. Era difícil
reconciliar este concepto con los otros; sin embargo, Zacarías, como leal hijo de Zadok
no podía rechazarlo brutalmente, como sin embargo rechazaba la teoría farisea de la
resurrección universal al fin del milenio y el juicio final, por Jehová, de todas las almas
que habían existido.
El último de la lista era el Siervo que Sufre; un pequeño grupo de fariseos pesimistas
estudiaban sus aspiraciones de verdadero mesías. El texto que lo justificaba se hallaba
en el capitulo cincuenta tres de Isaías: no había de ser un conquistador glorioso, como el
hijo de David o el hijo de José, sino un hombre feo, corrompido, despreciado, un chivo
emisario del pueblo, un pecador sentenciado a una muerte deshonorable, mudo ante sus
acusadores que finalmente le enviaban de prisa a la tumba, aunque de alguna manera
sería recompensado después de la muerte con los despojos de la victoria. También había
una referencia a su muerte en el capitulo doce de Zacarías: «Aquellos que lo han
atravesado lo mirarán y llorarán por él como se llora al hijo único». Zacarías, para quien
el Siervo que Sufre era una especie de profeta rechazado, no podía considerarlo de
ningún modo un mesías porque su reino sería póstumo y un reino póstumo parece una
contradicción en los términos. Sin embargo, por prolijidad, se sintió obligado a incluir
en su enumeración los textos referentes al Siervo que Sufre, junto a los comentarios
correspondientes, en alguno de los cuales se sugería que así como el profeta Elías había
resucitado al hijo muerto de la viuda de Sarepta, o el profeta Elisha al hijo muerto de la
Sunamita, este mesías había de sufrir la muerte, pero resucitado de los muertos por un
acto especial de Jehová.
Roberto Bolaño
2666 246
Se casaron en París el 14 de abril de 1919, Duchamp mandó por
correo un regalo a la pareja. Se trataba de unas instrucciones para
colgar un tratado de geometría de la ventana de su apartamento y fijarlo
con cordel, para que el viento pudiera «hojear el libro, escoger los
problemas, pasar las páginas y arrancarlas». Como se puede ver,
Duchamp no sólo jugó al ajedrez en Buenos Aires. Sigue Tomkins:
Puede que la falta de alegría de este Ready-made malheureux,
como lo llamó Duchamp, resultara un regalo chocante para unos recién
casados, pero Suzanne y Jean siguieron las instrucciones de Duchamp
con buen humor. De hecho, llegaron a fotografiar aquel libro
abierto suspendido en el aire –imagen que constituye el único testimonio
de la obra, que no logró sobrevivir a semejante exposición a los
elementos– y más tarde Suzanne pintó un cuadro de él titulado Le
ready-made malheureux de Marcel. Como explicaría Duchamp a
Cabanne: «Me divertía introducir la idea de la felicidad y la infelicidad
en los ready-mades, y luego estaba la lluvia, el viento, las páginas
volando, era una idea divertida.»
PAUL AUSTER
La trilogía
de Nueva York 246
Finalmente, cuando la furia de Azul empieza a calmarse y ve lo que ha
hecho, no sabe con certeza si Negro está vivo o muerto. Le quita la máscara de la cara y
pone la oreja contra su boca, esperando oír el sonido de su respiración. Le parece oír
algo, pero no está seguro de si es el aliento de Negro o el suyo. Si está vivo ahora,
piensa Azul, no será por mucho tiempo. Y si está muerto, amén.
Azul se levanta, su traje desmadejado, y empieza a recoger las páginas del
manuscrito de Negro de la mesa. Eso le lleva varios minutos. Cuando las tiene todas,
apaga la lámpara del rincón y sale de la habitación, sin molestarse siquiera en echar una
última ojeada a Negro. Es más de medianoche cuando Azul entra en su cuarto al otro
lado de la calle. Deja el manuscrito sobre la mesa, entra en el cuarto de baño y se lava la
sangre de las manos. Luego se cambia de ropa, se sirve un vaso de whisky escocés y se
sienta a la mesa con el libro de Negro. Tiene poco tiempo. Vendrán pronto y entonces el
castigo será duro. Sin embargo, no deja que eso interfiera con lo que tiene entre manos.
Lee la historia de un tirón, cada palabra desde la primera página hasta la última.
Cuando termina, ha amanecido ya y la habitación ha empezado a clarear. Oye el canto
de un pájaro, oye pasos en la calle, oye un coche que cruza el puente de Brooklyn.
Negro tenía razón, se dice. Yo lo sabía todo de memoria.
Pero la historia no ha terminado aún. Todavía falta el momento final, y ése no
llegará hasta que Azul salga de la habitación. Así es el mundo: ni un momento más, ni
un momento menos. Cuando Azul se levante de la silla, se ponga el sombrero y salga
por la puerta, ése será el final.
GAO XINGJIAN
LA MONTAÑA DEL ALMA 246
Cuando ella vuelve con el pelo cortado, esta vez reparas en ello.
—¿Por qué te has cortado el pelo?
—Para romper con el pasado.
—¿Y lo has conseguido?
—De todas formas, es necesario hacerlo. Hago como si hubiera roto.
Tú te ríes.
—¿Qué te hace tanta gracia? —Luego ella añade con dulce voz—: Me arrepiento un poco, ¿te
acuerdas de mi bonito pelo?
—Está muy bien así. Eres más libre. Ya no tienes que soplar para apartarte el flequillo. Era un
incordio.
Es ella quien se ríe esta vez.
—Deja de hablarme de mi pelo, hablemos de otra cosa, ¿de acuerdo?
—¿De qué?
—De tu llave. ¿No la perdiste?
—La he encontrado. —Podría haber dicho también que la había perdido, que era inútil buscarla.
—Cuando uno ha roto, ha roto.
—¿Te refieres a tu pelo? Yo, a mi llave.
—Me refiero a mis recuerdos.
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