Graves, Robert El Vellocino de Oro 95
Anceo sabía cómo se llamaba la mujer de la canción: era Eurídice, la hermosa mujer de Orfeo,
mordida por una serpiente a la que había pisado accidentalmente. Ni siquiera la música sublime,
que, como un torrente de sentimientos, salía de su lira hiperbórea, fue capaz de salvarla; y lleno de
angustia Orfeo había sacudido de sus sandalias el polvo de Grecia y había viajado a Egipto. Pero
después de regresar tan repentinamente como se había marchado, se había impuesto un destierro
voluntario entre los cicones, para quienes era legislador, árbitro y amigo querido.
Orfeo siguió rasgueando la melodía durante un rato después de dejar de cantar. Anceo, al mirar a
babor para asegurarse de que seguía bien el rumbo, creyó ver las oscuras cabezas de unos hombres
que nadaban junto a la nave. Al mirar a estribor vio varias más. Se asustó y dijo en voz baja:
-¡Chist, Orfeo; nos siguen los espíritus!
Pero Orfeo le dijo que no se asustara; eran focas atraídas de todas partes por el poder de su música.
Al poco rato, Anceo oyó que Orfeo daba un profundo suspiro y le preguntó:
-¿Por qué suspiras, Orfeo?
-Suspiro de cansancio -respondió Orfeo.
-Duerme entonces -dijo Anceo-. Yo montaré guardia solo. Duerme y descansa bien. Orfeo le dio las
gracias pero dijo:
-No, querido lélege, mi cansancio no es de los que se curan con el sueño; sólo un descanso perfecto
podrá curarlo.
Anceo preguntó:
-Puesto que descansar bien es dormir, pero descansar perfectamente es morir, ¿deseas la muerte
entonces, Orfeo?
Orfeo respondió:
-Ni siquiera la muerte. Estamos atrapados en una rueda de la que no existe liberación si no es por la
gracia de la Madre. Nos lanzan a la vida, a la luz del día, y vuelven a bajarnos a la muerte, la oscura
noche. Pero luego otro día despunta, el alba roja, y volvemos a aparecer, renacemos. Y el hombre
no renace en su acostumbrado cuerpo sino en el de un ave, una bestia, una mariposa, un murciélago
o un reptil, según como le hayan juzgado allá abajo. La muerte no te libera de la rueda, Anceo, a no
ser que intervenga la Madre. Yo suspiro por un descanso perfecto, por gozar al fin de su benévolo
cuidado.
VLADIMIR NABOKOV LOLITA 95
Qué encantador era llevarle el café a Lo para rehusárselo hasta que
hubiera cumplido con sus deberes matinales. ¡Qué concienzudo amigo, qué padre apasionado, qué excelente pediatra era yo, siempre cuidadoso de todas las necesidades del cuerpo bronceado de mi pequeña! Mi único reparo contra la naturaleza era que no podía volver del revés a Lolita y aplicar mis labios voraces
a su corazón desconocido, a su hígado nacarado, a las esponjas de sus pulmones, a sus graciosos riñones gemelos. Durante algunas tardes especialmente tropicales, en la pegajosa proximidad de la siesta, me gustaba sentir la frescura del sillón de cuero contra mi maciza desnudez, mientras la observaba sentada en mi regazo: no era sino una típica chiquilla que se hurgaba la nariz, concentrada en el suplemento de historietas de un diario, tan indiferente a mi éxtasis como si hubiera sido algo sobre lo cual se había sentado sin querer–un zapato, una muñeca– y demasiado indolente para quitarlo de su asiento.
Sus ojos seguían las aventuras de sus héroes favoritos; había una niña bien dibujada, sucia, de pómulos salientes y gestos angulares, que no dejaba de complacerme también a mí; Lo estudiaba las muestras fotográficas de golpes en la cabeza, no ponía nunca en duda la realidad de su lugar, tiempo y circunstancia
creados para enmarcar los retratos publicitarios de bellezas con muslos desnudos, y se mostraba curiosamente fascinada ante las imágenes de novias locales, algunas con todos los arreos nupciales, ramilletes en las manos y anteojos.
Una mosca se posaba y caminaba en la vecindad de su ombligo o
exploraba sus tiernas y pálidas areolas. Al principio trataba de atraparla en su puño (método de Charlotte) y después se enfrascaba en la columna: Consejos útiles.
«¿Se reducirían los crímenes si los niños tuvieran presentes estas pocas advertencias? No juegues en la proximidad de los baños públicos. No aceptes dulces ni paseos en automóviles con extraños. Anota el número de la chapa del automóvil cuando subas a uno».
–... y la marca del dulce –completé.
Ella siguió, su mejilla (esquiva) contra la mía (insistente); y qué buen día fue ése lector...
«Si no tienes lápiz, pero ya sabes leer...»
—Nosotros, marineros medievales –cité jocosamente–, hemos puesto en esa botella...
—«Si no tienes lápiz –repitió ella–, pero ya sabes leer y escribir...», esto es
lo que ha querido decir el tipo, pedazo de tonto, «... deja marcado el número en algún lugar del camino».
—Con tus pequeñas garras, Lolita.
John Kennedy Toole
La conjura
de los necios 95
de los necios 95
En Jerry's tienen una culebra, en el 104, unas palomas,
un cachorro de tigre, un chimpancé...
—Y a esos sitios es adonde va la gente —dijo
Darlene—. Hay que poner el negocio al día.
—Muchísimas gracias. Dado que es idea tuya, ¿tienes
alguna sugerencia?
—Sugiero que votemos unánimemente en contra de
convertí esto en un zoo —dijo Jones.
—Siga barriendo —dijo Lana.
—Podríamos utilizar mi cacatúa —dijo Darlene—.
He estado practicando con ella un baile sensacional. Es un animal muy
listo. Tendrías que oírla hablar.
—En los bares de negros, la gente anda siempre
intentando impedir que entren pájaros.
—Dale una oportunidad al animal —suplicó Darlene.
:—¡Vaya! —dijo Jones—. Atención. Acaba de entra
tu amigo el huérfano. Es la hora del humanitarismo.
George avanzaba hacia ellos ataviado con un grueso
jersey rojo, pantalones blancos de dril y botas flamencas color beige
de puntera afilada. Llevaba en las dos manos tatuajes de dagas
dibujadas con bolígrafo.
—Lo siento, George, hoy no hay nada para los huérfanos
—se apresuró a decir Lana.
—Hay qué vé. En fin, esos huérfanos harían mejó
yendo a pedí a la United Fund —dijo Jones, echando humo sobre las
dagas—. Aquí tenemos problemas con el salario. La caridá ha de
empezá en casa.
—¿Eh? —preguntó George.
—Seguro que hay un montón de golfos en los orfanatos
hoy en día —comentó Darlene—. Yo no le daría nada, Lana. Creo
que ese tío hace una especie de chantaje: si él es huérfano, yo
soy la reina de Inglaterra.
ROBERT GRAVES LA DIOSA BLANCA 95
El niño milagroso plantea un enigma, basado en el conocimiento, no sólo de la
mitología británica e irlandesa, sino también del Nuevo Testamento y la versión de los
Setenta griegos, las Escrituras y los Apócrifos hebreos y la mitología latina y griega. La
solución del enigma es una lista de nombres qué corresponde estrechamente a una lista
que Roderick O’Flaherty, el confidente del docto anticuario irlandés Duald Mac Firbis,
en el siglo XVII, pretendía que eran los nombres de las letras originales del alfabeto Ogham, el cual se encuentra en numerosas inscripciones de Irlanda, Escocia, Gales,
Inglaterra y la isla de Man, algunas de ellas precristianas. Su invención es atribuida por la tradición irlandesa al dios goidélico Ogma Cara de Sol, quien, según la información
de Luciano de Samosata, que escribió en el siglo II, era representado en el arte céltico como una mezcla de los dioses Cronos, Hércules y Apolo.
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