PNINN VLADIMIR NABOKOV 96
Cierta vez, colocó varios objetos en sucesión
(una manzana, un lápiz, un peón de ajedrez, una peineta) detrás de un vaso con agua, y, a través de éste, escudriñó
cada uno con minucia; la manzana roja se convertía en una nítida banda roja limitada por un horizonte recto: medio
vaso de mar Rojo y de Arabia Félix. Si mantenía oblicuo el lápiz, éste se curvaba como una serpiente estilizada; pero si
lo enderezaba, tornábase monstruosamente gordo, casi piramidal. Si movía de un lado a otro el peón negro, se dividía
en un par de negras hormigas. La peineta, colocada verticalmente, producía el efecto de que el vaso estuviera lleno
de un líquido bellamente estriado, un cóctel de cebra.
La víspera del día en que Victor debía llegar, Pnin entró en la tienda de artículos de deportes de la Calle Principal de
Waindell, y pidió una pelota de fútbol. La petición parecía intempestiva, pero le mostraron una.
—No, no —dijo—. No quiero un huevo, ni tampoco, por ejemplo, un torpedo. Quiero una simple pelota de fútbol.
¡Redonda!
Y con las muñecas y las manos esbozó un globo terráqueo portátil. Era el mismo gesto que usaba en clase cuando
hablaba de la «integridad armónica» de Pushkin.
El vendedor levantó un dedo y, en silencio, bajó una pelota de fútbol.
—Sí. Esta compraré —dijo Pnin, digno y satisfecho.
Con su adquisición envuelta en un papel pardo asegurado con cinta adhesiva, entró en una librería y pidió Martin
Eden.
—Eden, Eden, Eden — repitió rápidamente la señora alta y morena que vendía, restregándose la frente—. Déjeme
ver ¿Se refiere a un libro sobre el estadista inglés, o a otro?
—Quiero decir — explicó Pnin — una obra célebre del célebre autor americano Jack London.
—London, London, London —dijo la mujer, oprimiéndose las sienes.
Con la pipa en mano, su marido, un tal míster Tweed que escribía poesía dramática, acudió en su ayuda. Después de
buscar un rato, desenterró de las profundidades polvorientas de su poco próspera tienda una antigua edición de El
Hijo del Lobo.
—Es todo lo que tenemos de este autor —dijo.
—¡Extrañas — comentó Pnin — las vicisitudes de la celebridad!
CERVANTES DON QUIJOTE 96
El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto
del envidiado búho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena cruel que en mí se halla
para contalle pide nuevos modos.
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