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DEUTSCHES RÉQUIEM
Aunque él me quitare la vida, en él
confiaré.
JOB 13:15
Mi nombre es Otto Dietrich zur Linde. Uno de mis antepasados,
Christoph zur Linde, murió en la carga de caballería que decidió
la victoria de Zorndorf. Mi bisabuelo materno, Ulrich ForkeL
fue asesinado en la foresta de Marchenoir por francotiradores
franceses, en los últimos días de 1870; el capitán Dietrich zur
Linde, mi padre, se distinguió en el sitio de Namur, en 1914,
y, dos años después, en la travesía del Danubio.1 En cuanto a
mí, seré fusilado por torturador y asesino. El tribunal ha procedido
con rectitud; desde el principio, yo me he declarado culpable.
Mañana, cuando el reloj, de la prisión dé- las nueve, yo
habré entrado en la muerte; es natural que piense en mis mayores,
ya que tan cerca estoy de su sombra, ya que de algún modo soy ellos.
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 580pág
Un amigo mío, que casi me dobla la edad y que es el único testigo vivo de aquel
momento, me cuenta que el presidente del comité (quien como editor de un
periódico tenía mucha experiencia en tratar con intrusos extravagantes) dijo sin
siquiera levantar los ojos de la mesa: «Échenle de aquí». Pero no lo hizo nadie —
quizá porque uno tiende a mostrar cierta cortesía ante un anciano que parece
bastante borracho. Pero él se sentó a la mesa y, tras elegir a la persona que le
pareció que mostraba un semblante más dulce, es decir, a Slavsky, un traductor de
Longfellow, Heine y de Sully-Prudhomme (y más tarde miembro de un grupo
terrorista), le preguntó en tono prosaico si ya habían recolectado «el dinero para el
monumento» y si ése era el caso cuándo podía disponer del mismo.
SEGUNDA PARTE
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LA MUERTE Y LA BRÚJULA
Es verdad que Erik Lonnrot no logró impedir
el último crimen, pero es indiscutible que lo previo. Tampoco
adivinó Ja identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero
sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación
de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy.
Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte
de Lonnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lonnrot se creía
un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero
había en él y hasta de tahúr.
El primer crimen ocurrió en el Hotel du Nord —ese alto prisma
que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto.
A esa torre (que muy notariamente reúne la aborrecida blancura
de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la
apariencia general de una casa mala) arribó el día tres de diciembre
el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico,
doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises.
Nunca sabremos si el Hotel du Nord le agradó: lo aceptó con
la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años
de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms.
Le dieron un dormitorio en el piso R, frente-a la suite
que fio sin esplendor ocupaba el Tetrarca de Galilea. Yarmolinsky
cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida
ciudad, ordenó en un placará sus muchos libros y sus muy pocas
prendas, y antes de media noche apagó la luz. (Así lo declaró
el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El
cuatro, a las 11 y 3 minutos a.m., lo llamó por teléfono un redactor
de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió;
lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo
bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que
daba al corredor; uña puñalada profunda le había partido el
pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre perioxlistás,
fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lonnrot
' debatían con serenidad el problema.
—No hay que buscarle tres pies al gato —decía Treviranus,
blandiendo un imperioso cigarro—. Todos sabemos que el Tetrarca
de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien,
para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se
ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
—Posible, pero no interesante —respondió Lónnrot—, Usted
replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser
interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de
esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado,
interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto;
yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los
imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviramus repuso con mal humor:
—No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la
captura del hombre que apuñaló a este desconocido.
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Sin duda alguna, usted me creyó un soñador; pero yo había establecido ya una
especie de conexión. Acababa de unir dos eslabones de una gran cadena. Allí había un barco
que naufragó en la costa, y no lejos de aquel barco, un pergamino — no un papel — con una
calavera pintada sobre él. Va usted, naturalmente, a preguntarme: ¿dónde está la relación?
Le responderé que la calavera es el emblema muy conocido de los piratas. Llevan izado el
pabellón con la calavera en todos sus combates.
Como le digo, era un trozo de pergamino, y no de papel. El pergamino es de una materia duradera casi indestructible. Rara vez se consignan sobre uno cuestiones de poca
monta, ya que se adapta mucho peor que el papel a las simples necesidades del dibujo o de
la escritura. Esta reflexión me indujo a pensar en algún significado, en algo que tenía
relación con la calavera. No dejé tampoco de observar la forma del pergamino. Aunque una
de las esquinas aparecía rota por algún accidente, podía verse bien que la forma original era
oblonga. Se trataba precisamente de una de esas tiras que se escogen como memorándum,
para apuntar algo que desea uno conservar largo tiempo y con cuidado.
VLADIMIR NABOKOV
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Cuánto sufrimiento, cuánta imbecilidad y suciedad nos rodea; y sin embargo, la
gente de mi generación no se da cuenta de nada, aun cuando pasar a la acción haya
llegado a ser tan necesario como, digamos, respirar o comer. Y no se crea, que no
estoy hablando de las grandes cuestiones candentes que han aburrido a muerte a
todo el mundo, sino de un trillón de trivialidades que la gente no percibe, aunque
éstas, estas menudencias, sean los embriones de terribles y evidentes horrores. Justo
el otro día, por ejemplo, una madre perdió la paciencia y ahogó a su hija de dos
años en la bañera y luego se dio un baño en la misma agua, porque estaba caliente,
y no hay que desperdiciar el agua caliente.
Dios mío, ¡qué lejos está esto de la
anciana campesina, en uno de los ampulosos cuentos de Turgueniev, que había
perdido a su hijo y escandalizó a la señora que la visitaba en su isba acabándose el
potaje de col con toda calma porque «ya le había echado la sal»! No me importa en
absoluto que considere absurdo el hecho de que el tremendo número de
semejantes nimiedades cotidianas, que ocurren en todas partes y en distintos
grados de importancia y de formas también diferentes —gérmenes con cola, en
punta, cúbicos—, puedan preocupar a un hombre hasta tal punto que se ahogue y
pierda el apetito
JAMES JOYCE –ULISES 503
—¡Los griegos! —dijo otra vez—. ¡Kirios!
¡Palabra refulgente! Las vocales que los semitas
y los sajones no conocen. ¡Kyrie! La radiación
del intelecto. Tendría que profesar el griego,
lengua del espíritu. ¡Kyrie eleison! El fabricante
de letrinas y el fabricante de cloacas nunca
serán los señores de nuestro espíritu. Somos
vasallos de esa caballería europea que sucumbió
en Trafalgar, y del imperio del espíritu, no un
imperium, que se hundió con las flotas
atenienses de Egospotamos. Sí, sí. Se
hundieron. Pirro, engañado por un oráculo, hizo
una última tentativa para recuperar las
fortunas de Grecia. Leal a una causa perdida
Se alejó de ellos a grandes pasos hacia la
ventana.
—Afrontaron la batalla —dijo el señor
O'Madden Burke grismente—, pero siempre
cayeron.
—¡Bujú!... —lloriqueó, Lenehan haciendo
un ruidito—. Debido a un ladrillo recibido en la
última parte de la matinée. ¡Pobre, pobre, pobre
Pirro!
Cuchicheó luego cerca de la oreja de
Esteban:
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