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jueves, noviembre 17, 2011
SILLA DE PINZAS
J.L.BORGES-OBRAS COMPLETAS- 629 pág
EL ALEPH
Todo lenguaje es un alfabeto de
símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores
comparten; ¿cómo trasmitir a los otros el infinito Aleph,
que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo
trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad,
un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los
pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en
todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un
ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y
al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas
inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.)
Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen
equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura,
de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble:
la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese
instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces;
ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan
el mismo punto, sin superposición y sin trasparencia. Lo que vieron
mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el
lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña
esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio
la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una
ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba.
El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el
espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada
cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo
claramente la veía desde todos los puntos del univefso. Vi el
populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de
América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra
pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables
ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos
los espejos del planeta y ninguno me reflejó
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos pág 629
Las hermanas Vane
No me habría enterado de la muerte de Cynthía si no me hubiera topado, aquella
noche, con D., a quien también había perdido la pista en los últimos cuatro años o
así; y tampoco me habría encontrado con D. si no me hubiera visto involucrado en
una serie de investigaciones triviales.
Aquel día, un contristado domingo tras una semana de ventiscas constantes, había
sido un cóctel de barro y piedras preciosas. En el transcurso de mi habitual paseo
vespertino por las colinas de la pequeña ciudad que albergaba la universidad
femenina donde yo enseñaba literatura francesa, me detuve a observar una familia
de brillantes carámbanos que chorreaban gota a gota desde los aleros de una casa
de madera. Sus puntiagudas sombras se reflejaban con tal precisión en las lajas de
madera posteriores que pensé que también las gotas, en su caída, tendrían que
trazar visibles y ciertas sus sombras. Pero no era así. Tal vez el tejado sobresaliera
demasiado, o mi ángulo de visión fuera imperfecto o quizá, yo no había tenido la
oportunidad de estar observando precisamente el carámbano concreto que en
aquel momento goteaba. Había un cierto ritmo, una alternancia en el goteo que
consideré tan engañosa como un juego de manos con monedas. Me llevó a
inspeccionar las esquinas de más de una manzana de casas, y así llegué hasta la calle
Kelly, y hasta la misma puerta de la casa donde solía vivir D. cuando era profesor
ayudante allí. Y al mirar a los aleros del garaje contiguo con su alarde total de
estalactitas transparentes dominadas por sus siluetas azules, me vi gratificado
finalmente, al elegir una de ellas, con el espectáculo de lo que podría ser descrito
como el punto de una señal de exclamación que abandonase su posición ordinaria
para deslizarse muy deprisa —un punto más deprisa que la línea de hielo
descendente que trazaba en su caída. Aquel centelleo geminado, con ser delicioso,
no me resultó completamente satisfactorio; consiguió más bien que se despertaran
mi apetito y mi hambre de otros bocados de luz y sombra, por lo que seguí
caminando en un estado de alerta bruta que parecía transformar todo mi ser en un
inmenso globo ocular que girase en la cuenca del mundo.
A través de mis pestañas de pavo real vi el deslumbrante reflejo diamantino del sol
del atardecer sobre las curvas posteriores de un automóvil aparcado en la acera. La
esponja del deshielo había restituido a todas las cosas un sentido pictórico. El agua
caía en desbordantes festones por la pendiente de una calle hasta girar con
elegancia por otra.
Con un apunte de engañoso atractivo los estrechos pasadizos
entre los edificios revelaban tesoros de ladrillo y púrpura. Observé por primera vez
los humildes estriados, los últimos ecos de las acanaladuras en los fustes de las
columnas, que ornamentaban un cubo de basura, y también vi las ondulaciones de
su tapa, círculos que se iban separando de un centro fantásticamente antiguo. Las
sombras erguidas y de oscuras cabezas de la nieve muerta (abandonada por las
palas de un quitanieves el pasado viernes) se alineaban como pingüinos
rudimentarios a lo largo de los bordillos, sobre las brillantes vibraciones de las
cunetas vivas.
Imre Kertész Liquidación págs 50 0 50*13=650-629=21
Seguro que no ocurrió de forma deliberada, pero en los días siguientes, breves y oscuros, a los
que me precipité como si al salir por la puerta de nuestra casa hubiera caído en la zanja de una obra,
tomé conciencia de pronto de que me habían puesto en libertad el día de Navidad. Fue penoso. No
podía hacer nada. Iba y venía, me encontraba con éste y aquél: no sabría decir nada más preciso.
Alguien me comunicó que se celebraría una "gran fiesta" de Nochevieja. Y que alguien quería
hablar conmigo. Quería ayudarme a recuperar mi empleo. Recibí la dirección a través de Kürti,
quien conocía a Fenyvessy, quien conocía a Halász, quien a su vez conocía al legendario Bornfeld,
de quien de vez en cuando se publicaba algún artículo en The New York Times, en Le Monde, en el
Frankfurter Aügemeine Zeitung. Bornfeld se hallaba precisamente en Estados Unidos, dijo alguien.
Jamás me habían invitado a una reunión de esa índole; supongo que se debía a mi detención el
hecho de adquirir, por lo visto, cierto renombre en aquellos círculos tan distinguidos.
Era una noche de Año Nuevo envuelta en la neblina, la ciudad estaba desierta y atestada de gente
a la vez: los rostros y las formas surgían de repente de la penumbra, imprevisibles e inevitables
como el destino. Caras bobas y sonrientes me rondaban, ensombrecidas por gorros o sombreros
horrendos; los coches que pasaban junto a la acera rociaban a los transeúntes con el agua negra y
gélida de los charcos. De vez en cuando alguien hacía sonar junto a mi oído una enorme trompeta
de papel adornada con flecos, cuyo estruendo me llenaba de malos presentimientos como si viera la
pesadilla de la resurrección, y entonces estallaban también petardos echando chispas a mis pies.
Tenía que llegar a una dirección en el centro, a una dirección conspirativa, por así decirlo, donde
una serie de intelectuales de la misma laya celebraban la oposición polaca, la última edición de
samisdat y el año nuevo que llegaba.
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