lunes, noviembre 14, 2011

EL ELEFANTE DE ANIBAL

 

DSC00367                elefante       

                                                                             

                                        

      ROBERT GRAVES-LA DIOSA BLANCA-    208 págs  0 208*3=624-533=91

Yo he estado en el trono del Distribuidor,
He sido locuaz antes que me dotaran con el habla;
Yo soy Alpha Tetragrámaton.
Soy un prodigio cuyo origen es desconocido.Estaré en la tierra hasta el Día del juicio

 

EDGAR ALLAN POE-CUENTOS  313     533-313=220

Terminadas las dos horas, estábamos ya a una profundidad de cinco pies, sin que apareciera la menor señal de tesoro. Siguió un momento de descanso y comencé a esperar que la farsa terminaría allí. Legrand, sin embargo, aunque evidentemente desconcertado, se secó la frente con aire pensativo y reanudó el trabajo. Habíamos excavado por completo el círculo de cuatro pies de diámetro; ampliamos un poco más el límite y ahondamos otros dos pies. Nada apareció. El buscador de oro, que me inspiraba la más sincera lástima, saltó, por fin, del pozo con la más amarga decepción impresa en cada uno de sus rasgos y comenzó lentamente a ponerse la chaqueta que se había quitado al iniciar su labor. Yo no hice la menor observación. A una señal de su amo, Júpiter recogió los utensilios. Hecho esto, y luego de quitar el bozal al perro, iniciamos en profundo silencio el regreso a casa.

Habríamos caminado apenas unos doce pasos, cuando Legrand soltó un juramento, corrió hacia Júpiter y lo sujetó por el cuello. El estupefacto negro abrió enormemente los ojos y la boca, soltó las palas y se puso de rodillas.

—¡Tunante! —gritó Legrand, haciendo silbar la palabra entre sus dientes—. ¡Negro infernal, maldito pícaro! ¡Habla, te digo! ¡Contéstame ahora mismo y, sobre todo, no vayas a soltar un embuste! ¿Cuál... cuál es tu ojo izquierdo?

—¡Oh, Dios mío, massa Will...! ¿No es éste mi ojo izquierdo? —clamó el aterrado Júpiter, tapándose con la mano el ojo derecho y manteniéndola allí con desesperada obstinación, como si temiera que su amo fuese a arrancárselo.

¡Me lo imaginé! ¡Pero, claro! ¡Hurra! —vociferó Legrand, soltando al negro y ejecutando una serie de cabriolas y saltos, con no poco asombro de su criado, quien, ya de pie, nos miraba una y otra vez alternativamente.

—¡Vamos! ¡Volvamos allá! —dijo Legrand—. ¡La caza no ha terminado!

Y se encaminó resueltamente en dirección al tulípero.

—Júpiter, ven aquí—ordenó cuando llegamos al pie del árbol—. Dime, ¿estaba el cráneo clavado a la rama con la cara para afuera o con la cara contra la rama?

—Con la cara para afuera, massa, para que los cuervos pudieran llegarle a los ojos sin ningún trabajo.

—Muy bien. ¿Y fue por este ojo o por este otro que dejaste pasar el escarabajo? —insistió Legrand, tocando alternativamente los ojos de Júpiter.

—Por éste, massa... por el izquierdo... como usted me mandó —y de nuevo el negro se tocaba el ojo derecho.

—Bueno, basta con eso. Hay que recomenzar.

ROBERTO BOLAÑO-2666    pág. 533

Tenía quince años y era delgada, morena, de un metro sesenta
de altura. El pelo de color negro le caía por debajo de los hombros,
aunque cuando su cadáver fue encontrado tenía la mitad
del cabello chamuscado. Su cuerpo fue hallado por unas mujeres
de la colonia Las Flores que habían instalado sus tendederos
de ropa en el borde del baldío, y que fueron quienes dieron aviso
a la Cruz Roja.

VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos      553

En general tendemos a conceder al pasado inmediato (yo lo tenía entonces en mis
manos lo puse ahí y ahora, ay, ya no lo encuentro) rasgos que lo conectan con el
inesperado presente, que no es sino un peatón vulgar que se adereza con los
blasones de un escudo que acaba de comprar. Nosotros, esclavos como somos de
una cadena de acontecimientos firmemente enlazados, tratamos por todos los
medios de cubrir cualquier hueco o vacío de la cadena mediante eslabones
fantasmas. Y al echar la vista atrás, tenemos la certeza de que el camino que
contemplamos tras nosotros es el que con toda seguridad nos ha conducido hasta la
tumba o hasta el manantial en el que nos encontramos en el momento presente. La
mente no puede soportar los disparatados saltos y traspiés de la vida si no es
descubriendo en los acontecimientos previos una serie de signos de inestabilidad y
solidez. Aquéllos eran, dicho sea de paso, los pensamientos del otrora artista
independiente Dmitri Nikolaevich Sineusov, y había caído la noche y en la
oscuridad brillaban como rubíes las letras rojas y verticales de la palabra RENAULT

HARUKI MURAHAMI-1Q84      PÁG 533

Sus ojos ya no se veían somnolientos.
De vez en cuando los cerraba y se imaginaba el pueblo de los gatos. Luego los abría y
apremiaba a Tengo para que siguiera contándole la historia.
Una vez terminada, Fukaeri abrió los ojos como platos y se quedó mirando a
Tengo durante un rato. Como cuando los gatos dilatan las pupilas y observan algo en
la oscuridad.
—Tú fuiste al pueblo de los gatos —le recriminó a Tengo.
—¿Yo?
—Fuiste a tu pueblo de los gatos. Y regresaste en tren.
—¿Eso crees?
Fukaeri, con el edredón de verano subido hasta el mentón, asintió con una
cabezada.
—Tienes razón —dijo Tengo—. Fui al pueblo de los gatos y regresé en tren.
—Te has purificado —preguntó ella.
—¿Purificar? —dijo Tengo. «¿Purificarme?»—. No, creo que todavía no.
—Tienes que hacerlo.
—¿Qué clase de purificación?
Fukaeri no contestó a esa pregunta.

GEORGE ROWELL-1984   178 págs  0   178*3=534-533=1

Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la
barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente
por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para
evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.
El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores,
demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un
enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años
con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las
escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la
corriente se cortaba durante las horas de día. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba
la Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y una
úlcera de varices por encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En
cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro.
Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera que esté.
EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.
Dentro del piso una voz llena leía una lista de números que tenían algo que ver con la
producción de lingotes de hierro. La voz salía de una placa oblonga de metal, una especie de espejo
empeñado, que formaba parte de la superficie de la pared situada a la derecha. Winston hizo
funcionar su regulador y la voz disminuyó de volumen aunque las palabras seguían distinguiéndose.
El instrumento (llamado teidoatítalia) podía ser amortiguado, pero no había manera de cerrarlo del
todo. Winston fue hacia la ventana: una figura pequeña y frágil cuya delgadez resultaba realzada
por el «mono» azul, uniforme del Partido. Tenía el cabello muy rubio, una cara sanguínea y la piel
embastecida por un jabón malo, las romas hojas de afeitar y el frío de un invierno que acababa de
terminar.
Afuera, incluso a través de los ventanales cerrados, el mundo parecía frío. Calle abajo se
formaban pequeños torbellinos de viento y polvo; los papeles rotos subían en espirales y, aunque el
sol lucía y el cielo estaba intensamente azul, nada parecía tener color a no ser los carteles pegados
por todas partes. La cara de los bigotes negros miraba desde todas las esquinas que dominaban la
circulación. En la casa de enfrente había uno de estos cartelones. EL GRAN HERMANO TE
VIGILA, decían las grandes letras, mientras los sombríos ojos miraban fijamente a los de Winston.
En la calle, en línea vertical con aquél, había otro cartel roto por un pico, que flameaba
espasmódicamente azotado por el viento, descubriendo y cubriendo alternativamente una sola palabra: INGSOC. A lo lejos, un autogiro pasaba entre los tejados, se quedaba un instante colgado
en el aire y luego se lanzaba otra vez en un vuelo curvo. Era de la patrulla de policía encargada de
vigilar a la gente a través de los balcones y ventanas. Sin embargo, las patrullas eran lo de menos.
Lo que importaba verdaderamente era la Policía del Pensamiento

  

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