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envíame una señal por la sangre de tuthankamon -
mátame tu -
mírame
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LA CONJURA DE LOS CALVOS
SUSAN SONTAG-EL AMANTE DEL VOLCAN pág 171
¿Qué había dicho la sibila? Respira.
Receta: Cuando te sientas triste, cuando te sientas solo, cuando no aparezca nadie,
puedes invocar a los espíritus para que te hagan compañía. Abrió los ojos. Efrosina
Pumo estaba ahora sentada en el camarote junto a él, sacudiendo la cabeza con
preocupación. Y también estaba allí Tolo; por tanto no era cierto que un soldado
francés le hubiera rajado por la mitad en la retirada de Roma. Tolo le aguanta por
los tobillos, le sujeta evita que caiga, se desplome. Y Efrosina le acaricia la frente.
No tengáis miedo, mi señor.
No tengo miedo, pensó él. Me siento humillado.
Llevaba muchos años sin ver a Efrosina. Tendría que ser muy vieja, pero parecía más
joven que la primera vez que él la visitó, tanto tiempo atrás. Se preguntó cómo era
posible aquello. Y Tolo también parece joven, no el tipo barbudo, fornido, con un
ojo medio cerrado que le había acompañado en las ascensiones a la montaña
durante veinte años (cada vez menos ágil, incluso él), sino de nuevo el muchacho
delicado, vulnerable, con el lechoso ojo abierto, que en otra época había sido.
Voy a morir, murmuró el Cavaliere
Ella movió negativamente la cabeza.
Pero el barco va a zozobrar de un vuelco.
Efrosina os ha dicho cuándo. Aún os quedan cuatro años.
Sólo cuatro años, pensó él. ¡No es mucho tiempo! Sabía que debía sentirse aliviado.
No quiero morir de esta manera, dijo malhumorado.
Luego advirtió —¿cómo no lo había visto antes?— que Efrosina le sostenía una
baraja de cartas.
Dejad que os muestre vuestro destino, mi señor.
Pero él apenas pudo leer la carta que había cogido. Todo cuanto vio fue alguien
cabeza abajo. ¿Soy yo?, pensó. La forma en que el barco gira y se precipita me hace
sentir cabeza abajo.
Sí, es Su Excelencia. Observad la expresión de indiferencia en la cara del Ahorcado.
Sí, mi señor, sois vos.
64 págs 0 64*3=192-171=21
Sabemos que espíritus escépticos y malevolentes, no dejarán de decir que Ossendowski no ha hecho otra cosa que plagiar a Saint-Yves, y de destacar, en apoyo de dicha alegación, todos los pasajes concordantes de las dos obras; hay efectivamente un buen número que presentan, hasta en los detalles, una similitud bastante sorprendente. Hay primero lo que podía parecer más inverosímil en Saint-Yves mismo, es decir, la afirmación de la existencia de un mundo subterráneo extendiendo sus ramificaciones por todas partes, bajo los continentes e incluso bajo los océanos y por el cual se establecen invisibles comunicaciones entre todas las regiones de la tierra; Ossendowski, por lo demás, no toma en cuenta esta afirmación, declarando incluso que no sabe qué pensar de ella, pero la atribuye a diversos personajes que encontró a lo largo de su viaje. Aparece también, en ciertos puntos más concretos, el pasaje donde el «Rey del Mundo» está representado ante la tumba de su predecesor, aquel donde se suscita la cuestión del origen de los gitanos, que habrían vivido antaño en Agarttha y muchos otros más. Saint-Yves dice que hay momentos, durante la celebración subterránea de los «Misterios Cósmicos», en los cuales los viajeros que se encuentran en el desierto se detienen y donde los animales mismos permanecen silenciosos; Ossendowski asegura que él mismo ha asistido a uno de esos momentos de recogimiento general. Hay sobre todo, como extraña coincidencia, la historia de una isla, hoy desaparecida, en la que vivían hombres y animales extraordinarios: allí, Saint-Yves cita el resumen del periplo de Jámbulo por Diodoro de Sicilia, mientras que Ossendowski habla del viaje de un antiguo budista del Nepal y, sin embargo, sus descripciones no son muy distintas; si verdaderamente existen dos versiones precedentes de esta historia de fuentes tan alejadas una de otra, podría ser interesante recogerlas y compararlas con cuidado
J.L.BORGES-OBRAS COMPLETAS pág . 171
Pasan los meses y un hombre en un caballo aperado de un modo
algo distinto al de la región pregunta en la pulpería las señas de
la casa de Suárez. Éste, que ha venido a comprar carne, oye la
pregunta y le dice quén es; el forastero le recuerda las cartas
que se escribieron hace un tiempo. Suárez celebra que el otro
se haya decidido a venir; luego se van los dos a un campito y
Suárez prepara el asado. Comen y beben y conversan. ¿De qué?
Sospecho que de temas de sangre, de temas bárbaros, pero con
atención y prudencia. Han almorzado y el grave calor de la siesta
carga sobre la tierra cuando el forastero convida a don Wenceslao
a que se hagan unos tiritos. Rehusar sería una deshonra. Vistean
los dos y juegan a pelear al principio, pero Wenceslao no tarda
en sentir que el forastero se propone matarlo. Entiende, al fin,
el sentido de la carta ceremoniosa y deplora haber comido y bebido
tanto. Sabe que se cansará antes que el otro, que es todavía
un muchacho. Con sorna o cortesía, el forastero le propone un
descanso. Don Wenceslao accede, y, en cuanto reanudan el duelo,-
-permite al otro que lo hiera en la mano izquierda, en la que
lleva el poncho, arrollado.x El cuchillo entra en la muñeca, la
mano queda como muerta, colgando. Suárez, de un gran salto,
recula, pone la mano ensangrentada en el suelo, la pisa con la
bota, la arranca, amaga un golpe al pecho del forastero y le abre
ehvientre de una puñalada. Así acaba la historia, salvo que para
algún relator queda el santafesino en el campo y, para otro (que
le mezquina la dignidad de morir), vuelve a su provincia. En
esta versión última, Suárez le hace la primera cura con la caña
que quedó del almuerzo.
LA MEMORIA DEL AGUA
LA REBELIÓN DE LOS ÁNGELES
ANATOLE FRANCE 146 págs 0 171-146=25
—Dignos el uno del otro —decía una voz varonil y bien timbrada—, los dos adversarios hallábanse bien pertrechados para sostener una lucha terrible y dudosa. El general Bol, con tenacidad inaudita, se mantenía, por decirlo así, como arraigado en el suelo; él general Milpertius, dotado de una agilidad sobrehumana, ejecutaba evoluciones de una rapidez abrumadora en torno de su adversario impasible. La batalla proseguía con encarnizamiento feroz. Todos nos angustiábamos.
El general D'Esparvieu relataba las maniobras de otoño a las señoras, que lo oían emocionadas. Era su conversación amena y agradable. Después hizo un paralelo entre la táctica francesa y la táctica alemana, precisó los caracteres distintivos de cada una y puso de relieve sus condiciones con serena imparcialidad; no dudaba en suponer que ambas eran ventajosas, y describió la alemana al nivel de la francesa, con gran asombro de sus oyentes, descorazonados, abatidos, cuyos rostros alargados y ensombrecidos ya, daban muestras de su desencanto. Paulatinamente, a medida que detallaba más y más las dos tácticas, el general presentaba la francesa desenvuelta, sutil, vigorosa, rebosante de gracia, inteligencia y alegría, mientras la alemana se caracterizaba por lo pesado, torpe y retenido de sus movimientos; y poco a poco las caras de las señoras, iluminadas por una sonrisa triunfal, recobraban su expresión serena. El general, decidido a merecer las bendiciones de aquellas madres, de aquellas esposas, de aquellas hermanas, de aquellas amantes, les hizo saber que su ejército estaba en disposición de aplicar la táctica alemana en lo que pudiera tener de ventajosa, mientras los alemanes no estaban en condiciones de usar la táctica francesa.
VLADIMIR NABOKOV
Pnin 57 págs 0 57*3=171-171=1
El pasajero de edad madura sentado junto a la ventana del costado norte de ese tren inexorable, al lado de un asiento vacío y frente a otros dos, también vacíos, era nada menos que el profesor Timofey Pnin. Increíblemente calvo, tostado por el sol y bien afeitado, Pnin comenzaba en forma bastante imponente con esa cúpula marrón que era su cabeza, las gafas de carey (que ocultaban una infantil ausencia de cejas), el labio superior simiesco, el grueso cuello y aquel torso de hombre fuerte embutido en una ceñida chaqueta de twed; lo que no le impedía terminar, de manera harto decepcionante, en un par de piernas ahusadas (metidas ahora en pantalones de franela y puesta una sobre otra), y en unos pies de aspecto frágil, casi femeninos.
Los desaliñados calcetines eran de lana escarlata con rombos violáceos. Sus severos zapatos negros le habían costado casi tanto como el resto de su atavío (incluyendo la llameante corbata pajarita). Antes de la década de 194..., en el tranquilo período europeo de su vida, había usado siempre ropa interior larga, con los extremos metidos en primorosos calcetines de seda con flechas bordadas, sobrios de tono y bien estirados por medio de ligas forradas en algodón. Por aquella época, a Pnin le habría parecido tan indecente exhibir una punta de esa ropa interior blanca al recoger mas de la cuenta el pantalón, como presentarse ante señoras sin cuello ni corbata; porque, aunque hubiera sido la ruinosa madame Roux, la portera de aquel escuálido edificio de departamentos del decimosexto distrito de París (donde Pnin había vivido quince años después de escapar de la Rusia leninizada y de haber completado su educación universitaria en Praga), aunque hubiera sido ella quien hubiese entrado a cobrar el alquiler mientras éste se hallaba sin su faux col, el relamido Pnin habría escondido su cuello tras una casta mano. Todo lo cual sufrió un cambio en la turbulenta atmósfera del Nuevo Mundo. Hoy día, a los cincuenta y dos años, era un entusiasta de los baños de sol, usaba camisas y pantalones deportivos y, cuando se cruzaba de piernas, cuidadosa, deliberadamente y con todo descaro, mostraba una enorme extensión de canilla desnuda. Así lo habría podido ver en ese memento cualquier otro viajero, pero, salvo un soldado que dormía en un extremo y dos mujeres absortas ante un nene en el otro, Pnin era dueño del vagón.
Pero ahora es preciso revelar un secreto. El profesor Pnin se había equivocado de tren
PHILIP ROTH Indignación 71 pág 0 71*3=213-171=42
La señorita Clement era una solterona de mediana edad, rechoncha y de cabello gris, el epítome de la enfermera atenta y de habla suave, a la vieja usanza, que incluso llevaba una cofia blanca almidonada, a diferencia de la mayoría de las enfermeras más jóvenes del hospital. Después de la operación, cuando tuve que usar la cuña por primera vez, me tranquilizó discretamente diciéndome: «Estoy aquí para ayudarte cuando lo necesites, y esta es la ayuda que necesitas ahora, así que no tienes por qué sentirte avergonzado», todo ello mientras me colocaba suavemente sobre la cuña, luego me limpiaba suavemente con pañuelos de papel humedecidos y finalmente retiraba la cuña con mis heces y volvía a acomodarme bajo las sábanas.
Y aquella era su recompensa por limpiarme el culo con tanta ternura. ¿Y la mía? Por aquella única y rápida caricia de la mano de Olivia, mi recompensa sería Corea. La señorita Clement ya debía de estar telefoneando al decano Caudwell, quien de inmediato telefonearía a mi familia. Y no me costaba nada imaginar a mi padre, tras recibir la noticia, blandiendo la cuchilla de carnicero con suficiente fuerza para partir en dos el tajo no empotrado de más de un metro de grosor sobre el que solía cortar los pedazos de res.
JAMES JOYCE-ULISES pág 171
Y dirigiéndose a Haines:
—El sucio bardo el prurito de lavarse un
día en cada mes.
—Toda Irlanda es lavada por la corriente
del golfo —afirmó Esteban mientras dejaba
gotear la miel sobre el pan.
Haines habló desde el rincón donde se
ataba tranquilamente un "echarpe" alrededor
del cuello desabrochado de su camisa de tenis.
—Pienso hacer una colección de todos tus
dichos, si me lo permites.
Hablándome a mí. Ellos se lavan y se
bañan y se frotan. Mordiscón ancestral del
subconsciente.14 Conciencia. Sin embargo aquí
hay algo.
Eso de que el espejo resquebrajado de un
sirviente es el símbolo del arte irlandés, es
estupendamente bueno.
pág 171
Yo no había tenido hijos, y eso
me dolía. No me hubiera importado recoger a un nenito pequeño,
cuidarlo, criarlo. Pero Hester, ya con doce años, y tan encaprichada con
su madre, ni me dirigía la palabra. Tal vez por mi culpa. Hester era muy
cariñosa, más que muchos niños de su edad. Yo ya me había
endurecido. Al principio no le veía nada a Hester, ni bondad, ni belleza,
ni nada, y así se lo decía a mi marido, que estaba loco por ella. Y Stella
también lo estaba, claro. O así lo creímos. La verdad es que todo el
mundo la quería. Y también yo acabé por quererla
CORAN-MAHOMA pág 171
Sura 5 Al-Ma’ida (El Ágape)
3) OS ESTÁ prohibido todo animal hallado muerto, la sangre, la carne de cerdo y aquello sobre
lo que se ha invocado un nombre distinto del de Dios,7 y el animal muerto por asfixia, o
apaleado, o de una caída, o de una cornada o devorado por una fiera, salvo si estando aún vivo
lo sacrificáis [vosotros]; y [os está prohibido] todo aquello que haya sido sacrificado en altares
idólatras.8
Y [os está prohibido] que intentéis saber por medio de la adivinación lo que el futuro os
depara:9 esto es una abominación.
HARUKI MURAKAMI-1Q84 pág 171
TENGO
Venga a nosotros tu reino
El profesor se volvió hacia Fukaeri:
—Eri, ¿podrías hacernos el favor de traernos un poco de té?
La chica se levantó y salió de la sala de visitas. La puerta se cerró quietamente a
sus espaldas. El profesor esperó callado a que Tengo tomara aliento y se
recompusiera. Se quitó las gafas de montura negra, limpió las lentes con un pañuelo
que no parecía demasiado limpio y volvió a ponérselas. Una cosa pequeña de color
negro pasó raudo al lado de la ventana. Sería un pájaro. O tal vez el espíritu
arrebatado de alguien, vía al confín del universo.
—Lo siento —se disculpó Tengo—. Ya estoy bien. No ha sido nada. Continúe,
por favor.
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