AMERICA FRAN KAFKA 122
Ciertamente había también algunos que deseaban dormir a toda costa –Karl generalmente estaba entre ellos–, y éstos, en vez de apoyar la cabeza sobre la almohada, la cubrían o la envolvían con la misma; pero cómo podía conservarse el sueño si el vecino más próximo se levantaba, a altas horas
de la noche, para dirigirse a la ciudad en busca del placer; si se lavaba ruidosamente, rociándolo todo con agua, en el lavabo que estaba instalado a la cabecera de la propia cama; si no sólo se calzaba las botas con estrépito, sino que además intentaba asentárselas mejor golpeando el suelo con el tacón –casi todos, a pesar de la horma americana de su calzado, gastaban zapatos demasiado estrechos–, si hasta terminaba por alzar finalmente, en busca de algún detalle de su atavío, la almohada del durmiente, debajo de la cual éste, claro es que ya despierto, sólo aguardaba el momento de lanzarse sobre el importuno. Ahora bien, todos ellos eran deportistas, muchachos jóvenes y en su mayor parte fuertes, que no perdían oportunidad alguna que pudiesen aprovechar para sus ejercicios deportivos. Y si durante la noche se incorporaba uno de un salto, despertado de su profundo sueño por un tremendo estrépito, podía estar seguro de encontrar en el suelo, junto a su cama, a dos luchadores; y de pie sobre todas las camas a la redonda, bajo una luz penetrante, a los peritos, en camisa y calzoncillos.
John Kennedy Toole
La conjura
de los necios 122
¡Oh, Dios mío! Me he dislocado el hombro.
Surgió un grito de los otros obreros.
—Eh, más cuidado con el señor R —chilló alguien—.
Vais a romperle la cabeza.
—¡Por favor! —gritó Ignatius—. ¡Que alguien
ayude! Si no, voy a convertirme de un momento a otro en un saco de
huesos rotos.
—Mire, señor R —dijo sin aliento un cargador—,
ahora la mesa está justo detrás de usted.
—Probablemente me arrojen a uno de los hornos antes de
que esta desdichada aventura termine. Sospecho que habría sido mucho
más prudente dirigirse al grupo al nivel del suelo.
—Apoye los pies, señor R. Tiene la mesa justo debajo.
—Despacito —dijo Ignatius, echando hacia abajo su
enorme pie con mucha precaución—. Bien, así. Muy bien. Cuando
esté bien asentado, podéis soltarme.
Ignatius estaba al fin vertical sobre la larga mesa,
sujetando la sábana enrollada sobre la pelvis, para ocultar a su
público el hecho de que, durante el proceso de carga y descarga, se
había sentido un tanto estimulado.—¡Amigos! —dijo grandilocuente, y alzó el brazo
que no sujetaba la sábana—. Nuestro día ha llegado al fin. Espero
que os hayáis acordado todos de traer vuestros ingenios de guerra.
Del grupo que rodeaba la mesa de cortar no surgió ni
una confirmación ni un desmentido.
—Me refiero a los palos y cadenas y garrotes y demás.
Riéndose a coro, los obreros esgrimieron postes de
vallas, palos de escoba, cadenas de bicicleta y ladrillos.
—¡Dios santo! No hay duda de que habéis reunido un
temible y muy diverso armamento. La violencia de nuestro ataque quizá
sobrepase mis previsiones. Sin embargo, cuanto más definitivo sea el
golpe, más definitivos serán los resultado
GAO XINGJIAN
LA MONTAÑA DEL ALMA 122
Tú dices que en ese instante no había amanecido aún del todo. Tu abuela primero tropezó con él
y luego se puso a pegar gritos, perdiendo acto seguido el conocimiento. En aquella época, ella
estaba en estado de tu padre. Fue tu abuelo quien arrastró el cuerpo dentro de casa. Él dijo que tu
bisabuelo había caído en una emboscada, que había sido alcanzado por la espalda, por un cartucho
lleno de limaduras de hierro para la caza del jabalí. Tu abuelo dijo también que, poco tiempo
después de su muerte, el fuego prendió en la montaña y que el incendio arrasó el bosque por espacio
de diez días seguidos. Imposible extinguir semejantes llamas. Su luz iluminaba el cielo,
transformando el monte Huri en un verdadero volcán. Tu abuelo dijo que tu bisabuelo fue abatido
en el momento en que se declaró el incendio. Más tarde, afirmó sin embargo que la muerte de tu
bisabuelo no tenía ninguna relación con el niño rojo, que había caído en la emboscada de un
enemigo personal. Hasta su muerte, tu abuelo quiso dar con el asesino de su padre, pero cuando tu
padre te contó esta historia se limitó a dejar escapar un suspiro sin decir nada más.
JAMES JOYCE
ULISES 122
Él salvó a hombres de ahogarse y tú tiemblas al gañido de
un perro de mala ralea. El perro de ellos ambuló alrededor de un
banco de arena en disminución, trotando,
oliendo por todos lados. Buscando algo perdido
en una vida anterior. De pronto se largó a
brincos, con las orejas echadas atrás como una
liebre, persiguiendo la sombra de una gaviota
que volaba bajo. El silbido agudo del hombre
golpeó sus orejas flexibles. Se volvió, brincó de
vuelta, se acercó, trotó sobre inquietas patas.
Sobre un fondo naranja un ciervo saltarín,
tranquilo, digno.
SUTRA DEL LOTO 122
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