EL FIGÓN DE LA REINA PATOJA
de
Anatole France 222
Apenas mi buen maestro había pronunciado estas palabras, cuando una
sombra se alzó entre ambos. Era la del señor de Astarac, o más bien era el
mismo señor de Astarac, tenue y negro como una sombra.
Ya fuese que no hubiera escuchado esta conversación, ó que la
desdeñara, lo cierto es que no dejó entrever ningún resentimiento. Por el
contrario, felicitó al señor Jerónimo Coignard por su celo y por su saber,
agregando que contaba con sus luces para la conclusión de la más grande
obra que hombre alguno había hasta entonces intentado. Después,
volviéndose hacia mí, dijo:
-Hijo mío, os ruego que bajéis un instante a mi aposento, donde quisiera
comunicaros un secreto dé importancia.
Seguíle a la habitación en que nos había recibido por primera vez a mi
buen maestro y a mí el día que nos admitió a su servicio. Allí encontré,
alineados contra las paredes, los viejos egipcios de rostro de oro. Un globo
de vidrio, del tamaño de una calabaza, estaba colocado sobre la mesa. El
señor de Astarac se dejó caer sobre un sofá, indicándome que me sentara
frente a él, y habiéndose pasado dos o tres veces la mano por la frente -una
mano cargada de pedrería y de amuletos-, me dijo:-Hijo mío, yo no os hago la injuria de creer que después de nuestra
conversación en la isla de los Cisnes os queda la menor duda acerca de la
existencia de los silfos y de las salamandras, tan real como la de los
hombres, y hasta pudiera decirse que mucho más, midiendo la realidad por
la duración de las apariencias que la señalan, porque su vida es bastante más
larga que la nuestra. Las salamandras pasean de siglo en siglo su inalterable
juventud; algunas han visto a Noé, a Menes y a Pitágoras. La riqueza de sus
recuerdos y la frescura de su memoria hacen que su conversación sea
sumamente atractiva. Se ha pretendido también que adquieren la
inmortalidad en los brazos de los hombres y que la esperanza de no morir
las conduce hasta el lecho de los filósofos. Pero éstas son mentiras que no
pueden seducir a un espíritu reflexivo. Toda unión de sexos, lejos de
asegurar la inmortalidad a los amantes, es un signo de muerte, y no
conoceríamos el amor si debiéramos vivir siempre. No se conciben de otro
modo las salamandras, las cuales buscan entre los brazos de los sabios una
sola especie de inmortalidad: la de la raza. Ésta es también la única que
razonablemente debemos desear para los hombres. Y, aun cuando yo me
prometo, con el auxilio de la ciencia, prolongar de una manera notable la
vida humana, y extenderla a cinco o seis siglos por lo menos, jamás me he
vanagloriado de asegurar indefinidamente su duración. Sería insensata toda
empresa contra el orden natural. Rechazad, pues, hijo mío, como fabulosa,
la idea de esa inmortalidad alcanzada en un beso. Solamente haberla
imaginado es el desdoro de muchos cabalistas. Sin embargo, no es menos
verdad que las salamandras son inclinadas al amor de los hombres. Vos
haréis la experiencia inmediata. Ya os he preparado suficientemente para
su visita, y puesto que, a contar desde la noche de vuestra iniciación, no
habéis tenido comercio impuro con ninguna mujer, vais a recibir el premio
de vuestra continencia.
LA CONDICIÓN
HUMANA
(La condition humaine, 1933)
André Malraux 222
–¡Basta! –gritaron, a un tiempo, los presos de la otra jaula. Kyo estaba ya acostumbrado a la
oscuridad, y el conjunto de voces no le extrañó: había más de diez cuerpos echados en el
compartimiento, detrás de los barrotes.
–¿Vas a callarte? –gritó el guardián.
–¿Cómo, cómo, cómo le va? El guardián se levantó.
–¿Bromista o testarudo? –preguntó Kyo, en voz baja.
–Ni lo uno ni lo otro –respondió el mandarín–: loco.
–¿Y por qué?
Kyo dejó de preguntar: su vecino acababa de taparse los oídos. Un grito agudo y ronco, de
sufrimiento y espanto a la vez, llenó toda la sombra: mientras Kyo miraba al mandarín, el guardián
había entrado en la otra jaula con su látigo. La correa crujió, y el mismo grito se elevó de nuevo.
Kyo no se atrevió a taparse los oídos, y esperaba, agarrado a los barrotes, el grito terrible que, una
vez más, iba a recorrerle hasta las uñas.
–¡Déjalo tendido de una vez –pronunció una voz–, que nos deje en paz!
–¡Que termine ya –dijeron cuatro o cinco voces– y se pueda dormir tranquilo!
El mandarín, que continuaba tapándose los oídos con las manos, se inclinó hacia Kyo.
–Me parece que es la undécima vez que le pega, desde hace siete días. Yo estoy aquí desde hace
dos días, y ésta es la cuarta vez. Y, a pesar de todo, se comprende un poco... No puedo cerrar los
ojos, ya ve usted: me parece que, mirándole, acudo en su ayuda; que no le abandono.
El Vellocino De Oro
Robert Graves 222
Al entrar de nuevo en las habitaciones creyeron ver la figura de su príncipe tendido entre las mantas de su lecho, con la cabeza envuelta en un gorro de dormir de lana, y la cara vuelta hacia la pared. Los servidores no se atrevieron a dirigirle la palabra y esperaron sentados en el suelo, en actitud de arrepentimiento, a que se despertara.
Quedaron asombrados cuando el propio Ideesas apareció bruscamente, y sin
prestar atención a sus nerviosos saludos se acercó a la cama y se postró ante ella reverentemente,
sabiendo muy bien lo que había entre las mantas. Retiró las mantas; y allí tendido estaba el blanco y pulido esqueleto de un héroe, tal como había prometido el oráculo. En una mano sujetaba una cola de tigre, que para los moscos es señal de buena suerte, y en la otra el báculo del propio Ideesas,como si estuviera a punto de emprender un viaje hacia Mosquia. Ideesas interrogó a los cuatro servidores: ¿qué sabían ellos del asunto?.
El primero, con los dientes que le castañeteaban de miedo,
respondió que ninguno de ellos había dejado su puesto ni un solo instante; el segundo tuvo la osadía
de decir que el esqueleto había entrado por la puerta sin llamar; el tercero añadió que eí esqueleto,
después de quitarse la cola de tigre que llevaba enrollada en la cabeza, se había puesto el gorro de
dormir y que después, cogiendo el báculo, había dado nueve golpes en el suelo y luego había subido a la cama.
El cuarto entonces declaró que él y sus compañeros, aterrados por este inexplicable
acontecimiento, se habían acurrucado alrededor de la cama, vigilando con reverencia al ocupante
hasta que Ideesas apareciera. Pues los moscos saben mentir aún mejor que los cretenses.
¿Sabías que en el universo hay una gigantesca nube de alcohol?
Está compuesta del mismo alcohol que podríamos encontrar en cualquier cerveza
http://blogs.20minutos.es/yaestaellistoquetodolosabe/la-nube-de-alcohol-g34-3-y-otras-curiosidades-del-universo/
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