lunes, junio 15, 2015

LA LENGUA DE LOS RAYOS.


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Michel Houellebecq
Las partículas elementales 41


El primer recuerdo de Bruno databa de los cuatro años; era el recuerdo de una
humillación. Entonces iba al parvulario del parque Laperlier, en Argel. Una tarde de
otoño, la institutriz había explicado a los niños cómo hacer collares de hojas. Las
niñas esperaban sentadas en medio de la cuesta, ya con los signos de una estúpida
resignación femenina; la mayoría llevaban vestidos blancos. El suelo estaba cubierto
de hojas doradas; los árboles eran sobre todo castaños y plátanos. Uno tras otro, sus
compañeros terminaban el collar e iban a colgarlo al cuello de su pequeña favorita.




IMRE KERTÉSZ   YO,OTRO  41





Juan Gabriel Vásquez   El Ruido de las Cosas al
Caer    41
Desde primeras
horas de la madrugada las emisoras y los periódicos nos
habían contado que el vuelo 965 de American Airlines,
proveniente de Miami y con destino final en el aeropuerto
internacional Alfonso Bonilla Aragón de la ciudad de
Cali, se había estrellado la noche anterior contra la
ladera oeste de la montaña El Diluvio.
Llevaba ciento cincuenta y cinco pasajeros a bordo,
muchos de los cuales ni siquiera iban a Cali, sino que
pretendían tomar en conexión el último vuelo de la noche
hacia Bogotá. Al momento de la noticia se habían
contabilizado sólo cuatro sobrevivientes, todos con
heridas graves, y no se superaría esa cifra. Yo supe de
los infaltables detalles —que el avión era un 757, que la
noche era limpia y estrellada, que comenzaba a hablarse
de un error humano— por la noticia que se anunció en
todas las emisoras. Lamenté el accidente, sentí toda la
simpatía de que soy capaz por la gente que esperaba a sus
familiares para pasar con ellos las fiestas, o la que, en
su silla del avión, comprende de un momento al otro que
no llegará, que está viviendo sus últimos segundos. Pero
fue una simpatía efímera y distraída, y de seguro se
había extinguido cuando entramos al cubículo estrecho
donde Aura, acostada sin camisa, y yo, de pie junto a la
pantalla, recibimos la noticia de que tendríamos una niña
y de que esa niña, que en aquel instante medía siete
milímetros, gozaba de perfecta salud. En la pantalla
negra había una suerte de universo luminoso, de confusa
constelación en movimiento donde, nos decía la mujer de
la bata blanca, estaba nuestra niña: esa isla en el mar —
cada uno de sus siete milímetros— era ella. Yo no sabía aún que un
viejo novelista polaco había hablado mucho tiempo atrás
de la línea de sombra, ese momento en que un hombre joven
se convierte en dueño de su propia vida, pero eso era lo
que sentía mientras mi niña crecía en el vientre de Aura:
sentía que estaba a punto de transformarse en una
criatura nueva y desconocida cuyo rostro no alcanzaba a
ver, cuyos poderes no podía medir, y sentía también que
después de la metamorfosis no habría vuelta atrás.


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