Glenn Cooper La llave del destino 300
Jean, el enfermero y herborista, y él predicaron las virtudes del té entre los
monjes de la abadía y poco después todos empezaron a utilizarlo como tónico
revitalizante y vehículo espiritual. Los monjes no hablaban con franqueza de sus
experiencias personales, pero los días que preparaban grandes cantidades de la
infusión formaban cola con entusiasmo para tomar su ración. Incluso el abad
acudía con su cáliz personal antes de regresar presurosamente a la intimidad de su
casa abacial.
A medida que pasaron los años, Bartolomé y los demás monjes se
percataron de que algo sucedía en su interior, casi imperceptible al principio, pero
ineludible con el paso del tiempo. Sus barbas seguían siendo negras o marrones,
sus músculos mantenían la firmeza, su vista no empeoraba. Y en cuanto al delicado
asunto de los deseos carnales, a pesar de sus votos de celibato, conservaban la
desmesurada potencia de su juventud.
De vez en cuando los monjes de Ruac se veían obligados a comerciar con
personas de fuera o se encontraban con algún habitante del pueblo por casualidad
mientras paseaban. Fue en este tipo de encuentros cuando se dieron cuenta de lo
que estaba sucediendo. El tiempo exigía cuentas a la gente de fuera, pero no a los
monjes.
En la mitología griega, Alectrión (en griego: Αλεκτρυών Alektryốn), literalmente ‘gallo’) era un efebo, el joven favorito de Ares y confidente de sus amores con Afrodita.
Una noche en que Afrodita engañaba a Hefesto, su marido, con Ares, éste había encargado a Alectrión que hiciera de centinela en la puerta del palacio de la diosa y le previniera a él de la llegada del día. Alectrión se adormeció y Helios (el Sol) entró en la habitación de los amantes. Helios se lo contó todo a Hefesto, que envolvió a los amantes en una red y los mostró ante todos los dioses. Ares, en represalia, convirtió a Alectrión en gallo, animal que, recordando su fallo, nunca se olvida de anunciar con su canto la aparición del sol.
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