VLADIMIR NABOKOV EL OJO
—La echaré en el buzón, la echaré en el buzón —grité—. Me viene de paso, me viene de paso...
Tuve tiempo de vislumbrar en su cara una expresión de alarma y de incertidumbre, pero me escapé inmediatamente,
corriendo los veinte metros hasta el buzón en el que fingí meter algo, pero en lugar de eso estrujé la carta en mi bolsillo interior. En este momento me alcanzó. Reparé en sus zapatillas.
—Qué modales —dijo, muy molesto—. Tal vez no tenía ninguna intención de echarla. Tenga, aquí tiene usted su sombrero... ¿Ha visto alguna vez un viento como éste?...
—Tengo prisa —jadeé (la rauda noche se llevó mi aliento)—. ¡Adiós, adiós!
Mi sombra, al sumergirse en la aureola del farol, se alargó y se me adelantó, pero luego se perdió en la oscuridad.
Apenas dejé aquella calle, cesó el viento; todo estaba sorprendentemente quieto, y en medio de la quietud un tranvía gemía en una curva.
Subí sin mirar el número, porque lo que me atraía era la festiva luminosidad de su interior, ya que yo necesitaba luz inmediatamente.
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