JAMES JOYCE
ULISES 197
Las palabras turbaron sus miradas.
—¿Cómo, señor? —preguntó Comyn—.
Un puente cruza un río.
Para el libro de dichos de Haines. Nadie
está aquí para escuchar. Esta noche,
hábilmente, entre bebida salvaje y charla, para
perforar la lustrada cota de malla de su mente.
¿Después, qué? Un bufón en la corte de su
señor, tratado con indulgencia y sin estima,
obteniendo la alabanza de un señor clemente.
¿Por qué habían elegido todos ellos ese papel?
No enteramente por la dulzona caricia. Para
ellos la historia era también un cuento como
cualquier otro, oído con demasiada fecuencia; su
patria, una casa de empeño.Si Pirro no hubiera caído a manos de una
bruja en Argos, o si Julio César no hubiera sido acuchillado a muerte. No se podrán borrar del
pensamiento. El tiempo los ha marcado y,
sujetos con grillos, se aposentan en la sala de
las infinitas posibilidades que han desalojado.
Pero ¿podría haber sido que ellos estuvieran
viendo que nunca habían sido? ¿O era solamente
posible lo que pasaba? Teje, tejedor del viento.
—Cuéntenos un cuento, señor.
—¡Oh, cuente, señor! Un cuento de
aparecidos.
—¿Dónde estamos en éste? —preguntó
Esteban, abriendo otro libro.
—"No llores más"—dijo Comyn.
I v o A n d r i c U n p u e n t e s o b r e e l D r i n a 197
Pavlé daba vueltas en la cabeza a lo que le había sucedido a él, a su casa y a todos sus bienes. Y,
cuanto más pensaba, más le parecía que todo aquello era una pesadilla. Pues, ¿cómo se podría explicar
de otro modo la desgracia que había caído sobre él y sobre su familia durante aquellos últimos días?
Dos de sus hijos, estudiantes, habían sido detenidos el primer día. Su mujer estaba en la casa con sus hijas. El gran taller de Osoinitsa, en el que se construían las cubas, ardió ante sus propios ojos. Aquellos
de sus siervos que vivían en los pueblos de los alrededores, probablemente habrían perecido o se
habrían dispersado. Todo el dinero que había prestado en la ciudad, se había perdido. Su tienda, la más
hermosa de todas, permanecía cerrada y, con toda seguridad, sería saqueada o incendiada por alguna
bomba. Y él estaba sentado en aquella barraca, siendo rehén, respondiendo con su cabeza de lo que, en
modo alguno, dependía de él: de la suerte del puente.
Los pensamientos brotaban en su cabeza como una ola tumultuosa y desordenada, y se
entrecruzaban, para desvanecerse después. ¿Qué relación tenía él con el puente, él, precisamente, que
no se había ocupado en su vida más que de sus asuntos y de su casa?
VLADIMIR NABOKOV 197
Cuentos completos
—¿No hay luz por ningún sitio? —preguntó Nikolai con alegría.
Ella abrió una puerta y dijo toda excitada:—Sí, ven. He encendido unas velas aquí.
—Primero, déjame que te vea —dijo él, entrando en el aura titubeante de la luz de
las velas y observando a su madre con avidez. Su pelo negro estaba teñido en un
tono de paja clara.
—Bueno ¿es que no me reconoces? —le preguntó su madre, respirando
nerviosamente y luego se apresuró a añadir—: No te me quedes mirando de esa
manera. ¡Vamos, cuéntamelo todo! Qué moreno estás, Dios mío! Sí, ¡cuéntamelo
todo!
La vida y la muerte me MO YAN 197
están desgastando
Las fúerzas de los Guardianes Rojos aparecieron ruidosamente por la calle. Mi hermano
avanzaba con valentía, mientras sus «cuatro sirvientes guerreros» formaron animados a su
alrededor. Llevaba un arma metida en la funda de su cinturón, una pistola que le había quitado al
profesor de educación física de la escuela elemental. La luz se reflejaba en su tambor de cromo,
que tenía la forma de la polla de un perro. Los «cuatro sirvientes guerreros» también llevaban
cinturones, hechos con el pellejo de una vaca de la Brigada de Producción que había muerto de
hambre hacía poco tiempo. Los cinturones, que no estaban bien secos ni del todo curtidos,
apestaban un poco. Cada uno de ellos llevaba un revólver metido en el cinturón. Eran los que uti -
lizaba la compañía de ópera de la aldea y todos ellos estaban tallados hermosamente en olmo por
el hábil carpintero Du Luban, y luego pintados de negro. Presentaban un aspecto tan real que si
cayeran en manos de bandidos se podrían utilizar para cometer un atraco. La parte trasera del
cinturón de Dragón Sun se había vaciado para dejar sitio a un resorte, a un gatillo y a un
detonador de fulminantes. Cuando se disparaba, producía un sonido más estridente que el de las
pistolas reales. La pistola de mi hermano utilizaba fulminantes y cuando apretaba el gatillo,
sonaba dos veces.
PAUL AUSTER
La trilogía
de Nueva York 197
Quinn intuyó que ella estaba al
borde de un ataque de nervios y que una palabra más podría hacerle traspasar ese límite.
Ahora tenía que hablar él, de lo contrario la conversación se le escaparía de las manos.
-¿Cómo descubrieron a Peter finalmente? -preguntó.
Parte de la tensión abandonó a la mujer. Exhaló audiblemente y miró a Quinn a
los ojos.
-Hubo un incendio -contestó.
-¿Un incendio accidental o un incendio provocado?
-Nadie lo sabe.
-¿Qué opina usted?
-Yo creo que Stillman estaba en su despacho. Allí era donde guardaba los
apuntes de su experimento y creo que finalmente se dio cuenta de que su trabajo había
sido un fracaso. No digo que se arrepintiera de nada de lo que había hecho. Pero incluso
considerado en sus propios términos, comprendió que había fracasado. Creo que esa
noche llegó a un punto de máximo disgusto consigo mismo y decidió quemar sus
papeles. Pero el fuego se extendió y quemó gran parte del piso. Afortunadamente, la
habitación de Peter estaba al otro extremo de un largo pasillo y los bomberos llegaron
hasta él a tiempo.
-¿Y luego?
-Tardaron varios meses en aclararlo todo. Los papeles de Stillman habían
quedado destruidos, lo cual significaba que no había pruebas concretas. Por otra parte,
estaba el estado de Peter, la habitación en la que había estado encerrado, aquellas
horribles tablas que tapaban las ventanas, y finalmente la policía reconstruyó el caso.
Stillman fue llevado a juicio.
-¿Qué sucedió en el juicio?
-Juzgaron que Stillman estaba loco y le recluyeron.
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