lunes, octubre 15, 2012

MAS MADERA

 

JAMES JOYCE
ULISES                 971

—¿Asaltaste el banco de los pobres, Joe?
—digo yo.
—El sudor de mi frente —dice Joe—. Fue
el prudente socio que me pasó el soplo.
—Lo vi antes de encontrarte —digo yo—
abriendo la boca por Pill Lane y Greek Street
con su ojo de bacalao contando todas las tripas
del pescado.
¿Quién viene a través de la tierra de
Michan, ataviado con negra armadura?

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VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos                   971

Sin embargo, pensaba Graf, si no existe el más allá, entonces desaparece
también con ello la idea de un alma independiente, desaparece incluso la
posibilidad de los presentimientos y los augurios; está bien, seamos materialistas, y
por lo tanto, yo, un individuo sano con una herencia genética sana, probablemente
viva medio siglo más, y por lo tanto carece de sentido sucumbir ante ilusiones
neuróticas —éstas sólo son el resultado de cierta inestabilidad temporal de mi clase
social; consideremos más bien que el individuo es inmortal en la medida en que su
clase es inmortal— y la gran clase de la burguesía (continuaba Graf, pensando en
alto animadamente), nuestra gran y poderosa clase social conquistará a la hidra del
proletariado, porque nosotros, asimismo, dueños de esclavos, comerciantes con
nuestros leales trovadores, debemos plantarnos en la vanguardia de nuestra clase
(más aplausos, por favor), nosotros, todos, los burgueses del mundo, los burgueses
de toda la tierra... y de todas las naciones, levantemos nuestro propio kollektiv,
dominado por el petróleo (¿o más bien por el oro?), y aplastemos a los monstruos
plebeyos, al llegar aquí cualquier adverbio acabara en «iv» servía para rimar con el
kollektiv de burgueses: después sólo quedan dos estrofas antes de volver al
principio: ¡arriba, burgueses de todas las naciones y de todo el mundo! ¡Viva nuestro
sagrado capital! Tra — tra — tra (algo que rime con nacional) ¡nuestra burguesa
Internacional ! ¿Ha quedado ingenioso? ¿Ha quedado divertido?Llegó el invierno. Graf pidió prestados cincuenta marcos a un vecino y utilizó el
dinero para hartarse de comer porque no tenía intención alguna de concederle la
menor facilidad al destino. El extraño vecino que por su cuenta (¡por su cuenta y
riesgo!) le había ofrecido ayuda económica, era un recién llegado que ocupaba las
dos mejores habitaciones del quinto piso, y que se llamaba Ivan Ivanovich Engel, una
especie de caballero fornido de pelo gris, que respondía al tipo clásico de
compositor de música o de maestro de ajedrez, pero que, de hecho, era
representante de alguna compañía extranjera (muy extranjera, quizá, del Lejano
Oriente o incluso celestial).

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E d u a r d o  M e n d o z a  - R i ñ a  d e  g a t o s  252*4=1008-971=37

  El  señor Mosca
prosiguió diciendo que, al desaparecer el sentimiento de pertenencia a una patria común,cada ciudadano se apuntaba a la primera procesión que pasaba por delante de su casa y
cada uno, en vez de ver un compatriota en el vecino, veía un enemigo. Antes de terminar,
fue acallado por los gritos de otros parroquianos, deseosos de dar a conocer su propio
análisis de la situación. Para hacerse oír, el señor Mosca se puso de puntillas y estiró
mucho el cuello, pero sólo consiguió que los aspavientos de otro individuo hicieran salir
volando su bombín.
Iba subiendo el tono de la polémica y Anthony, a quien el camarero no había dejado
de llenar el vaso de vino, intervino para expresar su convicción de que todo se podía
resolver mediante el diálogo y la negociación. Esto le granjeó la animadversión de la
concurrencia, porque, al no defender la postura de nadie, todos lo consideraban un aliado
del contrario. Finalmente, un hombre se colocó a su lado, le tomó del brazo y le indicó por
señas que se dejara conducir a la salida. Anthony arrojó unas monedas sobre el mostrador
e hizo lo que el otro le indicaba.

Sura 111. Al-Masad (Las Fibras Retorcidas)  971

(1) ¡PEREZCAN las manos del de rostro encendido,1 y perezca él!
(2) ¿De qué ha de servirle su riqueza, y cuanto ha adquirido?
(3) ¡ [En la Otra Vida] tendrá que sufrir un fuego llameante,2 (4) junto con su esposa, esa
acarreadora de infamias,3 (5) [que lleva] alrededor de su cuello una soga de fibras retorcidas!

3 Lit., “acarreadora de leña”, una conocida expresión idiomática que indica alguien que subrepticiamente
lleva infundios y calumnias de una persona a otra “para avivar las llamas del odio entre ellas” (Samajshari;
véase también Ikrima, Muyahid y Qatada, citados por Tabari). El nombre de esta mujer era Arwá
umm Yamil bint Harb ibn Umayya; era hermana de Abu Sufián y, por tanto, tía paterna de Muáawiya, el
fundador de la dinastía Omeya. Su odio hacia Muhámmad y sus seguidores era tan intenso que a menudo,
al amparo de la oscuridad, esparcía pinchos de espino delante de la casa del Profeta para lastimarle los
pies; y hacía uso de su gran elocuencia para calumniar persistentemente al Profeta

971

A la sombra de un granado  Tariq Ali    141*7=987-971=16

No tiene importancia. Aquella noche lloramos como niños, Zubayda. Si nuestras
lágrimas hubiesen estado bien encauzadas, habrían podido extinguir las llamas.
Pero de repente me encontré cantando algo que había aprendido en mi juventud.
Luego oí un clamor y descubrí que no era el único que conocía los versos del poeta.
Ese sentimiento de solidaridad me llenó de una fuerza que nunca me abandona.
Te digo esto para que comprendas de una vez y para siempre que nunca me convertiré
por propia voluntad.
Zubayda abrazó a su esposo y lo besó en los ojos con dulzura.
-¿Cómo eran los versos del poeta?
Umar ahogó un suspiro y le susurró al oído:
Podréis quemar el papel,
pero no lo que contiene,
porque lo guardo seguro en mi pecho.
Donde yo voy, va conmigo,
arderá cuando yo arda,
y yacerá junto a mí en la tumba.
Zubayda los recordaba. Su propio tutor, un escéptico nato, le había contado
la historia centenares de veces. Los versos pertenecían a Ibn Hazm, nacido quinientos
años antes, justo cuando la luz de la cultura islámica comenzaba a iluminar
los más oscuros abismos

 

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Siendo muy niño, Pedro sintió un gran revuelo a su alrededor;
vio a su madre llorar y a su padre invocar, con el puño alzado al cielo, la maldición de los Braganza, una
leyenda nacida siglos atrás después de que un rey de Portugal agrediese a patadas a un monje franciscano que le pedía limosna. El fraile, en represalia, juró que jamás un primogénito varón de los Braganza
viviría lo bastante para llegar al trono. Y aquella maldición se repetía, generación tras generación, con
una precisión escalofriante. A través de un ventanal del palacio de Queluz, el pequeño Pedro vio alejarse
un cortejo de gente vestida de negro por una alameda bordeada de cipreses, encabezado por un grupo de
cortesanos que llevaba a hombros un pequeño féretro blanco. Le dijeron que en esa caja iba su hermano
mayor derecho al cielo. Había muerto de fiebres a los seis años de edad. Dentro del palacio sólo se oía
el alarido desesperado de su abuela, la reina María, que ya estaba senil. Más tarde, cuando regresaron
los integrantes del cortejo y el ambiente se hubo serenado, unos potentes brazos le levantaron del suelo.
Era su nodriza, que llevaba la cabeza cubierta con una mantilla negra y tenía los ojos enrojecidos; le miró
fijamente a la cara, tan parecida a la de su hermano muerto, y le dijo: «Pedro, ahora tú, un día, serás rey.»

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Las baladas del ajo   Mo Yan    971

«Huele éstas,
mamá, ¿verdad que son hermosas?».
«Son como el perfume», le decía.
Cogió una blanca y dijo:
«Arrodíllate, mamá». Yo le pregunté
por qué. El
me dijo que simplemente me
arrodillara. Mi Aiguo se echaba a
llorar por
cualquier motivo, así que le obedecí

y él me puso esa flor blanca en el
pelo.
«¡Mamá tiene una flor en el pelo!».
Yo dije que la gente suele llevar
flores
rojas en el pelo, ya que las blancas
dan mala suerte y sólo las usas
cuando
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alguien se muere. Eso asustó a Aiguo
y empezó a llorar. «Mamá, no quiero

que te mueras. Yo puedo morir, pero
tú no...».
En ese momento, la pobre mujer
sollozaba desconsoladamente. La
puerta de la celda se abrió con un
sonido estridente y en el umbral
apareció
una guardiana armada con un trozo de
papel en la mano.
—¡Número Cuarenta y Seis, ven con
nosotros! —ordenó

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